Opinión
Ver día anteriorJueves 31 de diciembre de 2009Ver día siguienteEdiciones anteriores
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La crónica de la ciudad finisecular
A

hora que estamos a punto de cerrar el año 2009, en el umbral de 2010, tan cacareado por ser el año de los bicentenarios, es bueno pasar revista a uno de los escritores que cerraron el siglo XIX: José Tomás de Cuéllar, Facundo, cuya ciudad fue la de México que se iniciaba en la modernidad, como muchas otras ciudades de América Latina.

La primera serie de textos de La linterna mágica empieza a publicarse en 1872, época de la consumación del proyecto liberal, y la segunda serie corresponde a la época en que se consolida la paz y comienza la transformación del concepto de lo urbano. Las continuas rediciones de sus novelas dan cuenta de su popularidad entre lectores de una incipiente clase media y avisan de una preocupación que contrasta con las novelas de otros periodos cuya visión totalizadora, aún presente en la impresionante novela de Manuel Payno Los bandidos de Río Frío (1889-91), inmenso fresco del país donde todas las clases sociales irrumpen en su deambular cotidiano, mientras se esbozan los problemas políticos, rurales, provincianos, citadinos, militares, religiosos y económicos del México de tiempos de la anarquía.

Cuéllar es intimista, fragmentario, fugaz, fotográfico y escribe sus textos con el objetivo específico de denostar las nuevas costumbres que sustituían a las viejas, esas costumbres que tan bien describieron Prieto y Payno. Pero su nostalgia, ese contraste entre lo que fue y lo que es, esas crónicas rápidas de personajes y formas de vida que detesta, nos ofrecen uno de los retratos más acabados y valiosos de una época, en que la sociedad se ha vuelto laica. La ciudad se amplía y se reconstruye y también se desubican y reconstruyen los ámbitos de lo público y lo privado.

Los textos de Cuéllar remiten también a la crónica, tan frecuentada por nuestros escritores latinoamericanos en la mayoría de las nuevas ciudades en expansión. Y aunque en Cuéllar se trate de textos organizados como novelas cortas o cuentos largos, en ellos se advierte una desproporción: la que enfrenta las acciones y descripciones de sus personajes a las prédicas moralistas del autor, un deseo latente por sustituir a los curas y ocupar el púlpito; desproporción que hace asegurar a muchos de sus críticos que en sus novelas vale más el fragmento que la totalidad. Varios de esos fragmentos expurgados de ese afán moralista podrían leerse en parte como crónicas, género que remplaza el antiguo tipo de periodismo. Y aunque Cuéllar rechaza en su discurso consciente la modernidad, la luz de su linterna la coloca en primer plano. Delinea una comedia humana local, la mexicana, particular, nacionalista, de esa forma justifica el sentido de su escritura. Y lo más singular es que al hacerlo, al utilizar su lente de aumento y apropiarse de algunos de los métodos de Balzac y enfocar de manera especial a los mexicanos y su comportamiento en sociedad, exhibe los peligros a que están sometidas las familias mexicanas por el avance de la modernidad y la penetración de productos de consumo procedentes de Francia y otras naciones, penetración que según él altera de manera particular el espacio de lo femenino. ¿Se trata entonces de una nueva intervención extranjera imposible de contener? El novelista advierte que ya desde 1870, época en que se restaura la República, se gesta una nueva sociedad que se conocerá más tarde como porfiriato, en camino definitivo de transformación, una sociedad que se moviliza y descoyunta varias estructuras tanto sociales como raciales y de género y que, además, desplaza a quienes creían haber triunfado y preparado el advenimiento de una nueva sociedad patriarcal ya estable y cuyos dirigentes espirituales ya no serían los curas sino los liberales. La amargura de Cuéllar, así como la de sus compañeros de generación, fue verificar que eran incapaces de controlar y dirigir esta sociedad que se les había ido de las manos, y a la que pretende regresar al buen camino mediante sus historias y sus regaños.