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El último suspiro del Conquistador / XVII

J

acinta marcó despacio los pasos que la separaban del cuerpo de don Rufina, como un gato que concentra el sigilo para atrapar una mariposa. Se agachó, tomó con cuidado el recipiente tirado junto al cadáver, lo acercó a su mirada, reconoció el pequeño escudo metálico que pendía del cuello del frasco. Allí asomaba, por entre una capa de pátina, la orla de siete cabezas unidas por una cadena en cuyo centro se ordenaban en cuarteles el águila bicéfala del Emperador, las coronas de los señores vencidos (Moctezuma, II, Cuitláhuac y Cuauhtémoc), el león rampante, símbolo de la fuerza y el valor, y la silueta muy imaginaria de la Tenochtitlan derrotada, todo ello rematado por un lema autoexculpatorio, redactado en latín pésimo, y del que el Conquistador nunca se sintió muy convencido: Judicium domini aprehendit eos et fortitudo ejus corroboravit brachium meum: El Señor juzgó sus actos y fortaleció mi brazo.

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Sintió una contención a su alrededor. Se azotó contra ella, furioso, acicateado por tres palabras: el nombre, las cosas, el viento. Lo inundó la imagen dolorosa de la oquedad, de la nada, y con ella se agregó un cuarto vocablo: muerte. Y conforme se encadenaban las palabras, como cabezas unidas por eslabones de hierro, se engarzó una quinta: Huitzilan, sitio de colibríes, memoria de una vergüenza antigua: ¿por qué había encadenado y humillado a un emperador que se le presentaba en olor de sumisión? ¿Qué lo había hecho deslizarse por esa maldad, a todas luces innecesaria para su empresa? ¿No habría sido suficiente aceptar la rendición no pedida y evitar la sangre, el incendio, la destrucción de la ciudad más hermosa que contempló jamás? Todo lo que no era, que no era nada, se empeñó en la exigencia: ¡En el nombre de mi nombre, que el viento impulse las cosas de mis cosas, y las haga caer, y causen muerte a la muerte!

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Iván estaba desorientado y sentía una exasperación física insoportable. Sobre la acera de Pino Suárez, el intenso viento que venía del norte lo azotó contra la verja metálica que rodea el muro de piedra de la capilla del Hospital de Jesús. Vio cómo pasaban, volando, numerosas prendas de vestir y hasta una silla de montar. Golpeado y con los ojos macerados por la tolvanera que se abatía sobre el sitio, se aferró a los barrotes y buscó regresar al interior del recinto. Avanzó con extrema dificultad, contra el aire, logró doblar la esquina y dio unos pasos sobre República de El Salvador. Se tiró al suelo para evitar que el viento lo derribara y avanzó con dificultad hacia la puerta de la capilla, primero a gatas y después a rastras. Entonces escuchó un retumbo a sus espaldas, giró con dificultad la cara en dirección al cielo, vio cómo descendía hacia él una masa oscura, en forma de cuerpo humano, a continuación sintió un estallido interno indoloro y hasta placentero, y después ya no sintió nada de nada.

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Jacinta viajó por los elementos del blasón, acaso como una forma de eludir la sórdida circunstancia en la que se encontraba, y por unos momentos se preguntó si habría habido algún orden o correspondencia entre las cabezas de la orla y los señoríos de Tacuba, Coyoacán, Iztapalapa, Texcoco, Xochimilco y Tlatelolco. En esas estaba cuando percibió una opacidad en el vidrio irregular del frasco y descubrió que éste se había empañado por dentro. La ráfaga de alarma la devolvió de golpe al sitio en el que se encontraba, con don Rufina muerta a sus pies. Se percibió a sí misma pequeña y frágil, se hizo cargo de la situación y su cabeza se llenó de fantasías horrendas. A fin de cuentas, pensó, ella era una intrusa en aquella bodega, don Rufina tenía destrozada la mitad de la cara y el pescuezo evidentemente roto, y todo eso indicaba que la habían asesinado. ¿Y si llegaba la policía y la acusaba de robo y de homicidio? ¿Y si quienes cometieron el crimen aún se encontraban en la bodega?

Entonces Jacinta sintió una abrumadora necesidad de protección y no evocó a su papá, ni a su mamá, sino a Andrés. ¿Por qué no estaba él allí, a su lado, comprometido con ella en ese momento peligroso y oscuro? ¿En qué momento preciso él había tomado distancia? ¿Cómo era posible que la hubiera descuidado tanto, que se hubiera desentendido tanto, que ahora ella no tuviera forma de localizarlo y de pedirle auxilio? La cólera súbita le dio la fuerza que necesitaba –como ese león metafórico retratado en el escudo de armas, que insufló ánimo al Conquistador para sobrevivir a la triste noche de Tacuba– para salir del trance. “Todos los hombres son iguales –pensó–; cuando se trata de pasión y romance, están más que puestos, pero cuando los necesitas, siempre andan lejos”. A continuación, se despidió mentalmente de don Rufina y abandonó el local, con el frasco cuidadosamente acunado entre los brazos y la vista fija en el suelo para no pisar nada.

Foto
El escudo de CortésFoto de Xavier López Medellín, en www.motecuhzoma.de/escudo.html

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Me regreso a París. Fue padre conocerte, escribió Andrés en el muro de Facebook de Jacinta. Horas más tarde, incrustado en un asiento incomodísimo cercano a la cola del avión, maldecía al destino por haber hallado sitio en el vuelo más inmediato. No era sólo el desgarramiento que sentía por la inviabilidad de la relación con ella, sino también una punzada dolorosa por haber sobrevolado México durante unos días sin haber establecido un contacto real con el entorno.

Había intuido la gestación de transformaciones en el fondo del país, pero sus percepciones eran como las piezas de un rompecabezas incompleto y lamentaba irse sin haber tenido tiempo de armarlo en su cabeza. Poco antes de dirigirse a la sala de abordar, compró en una tienda del aeropuerto un periódico, atraído por su titular: Legales, las bodas y adopciones para gays. A primera vista le pareció un despropósito que un diario mexicano dedicara su portada a una noticia procedente de Noruega o Suecia, pero al mirar con atención cayó en la cuenta de que la información correspondía a la ciudad de México y se sintió profundamente conmovido ante el hecho de que, en medio de una situación política, económica e institucional desastrosa, hubiese sectores dispuestos a seguir impulsando, pese a todo, los viejos valores (fueron franceses en su inicio, pero hacía tiempo que eran ya universales) de la libertad, la igualdad y la fraternidad, y empeñados en humanizar al país. Sintió dolor por dejar a Jacinta pero también por dejar México en un momento en el que, le parecía, una espesa oscuridad y una sólida esperanza luchaban entre ellas por definir el destino de la nación.

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“Sobre la cúpula del campanario de la capilla del Hospital de Jesús estaba colocada, desde tiempos inmemoriales, a manera de rosa de los vientos, una escultura metálica de San Miguel Arcángel a la que el tiempo despojó de las alas. Era muy difícil apreciar, desde la distancia del suelo, detalles de esa figura, y la tradición popular la tomó por la armadura de Hernán Cortés, cuyos huesos están depositados unos metros más abajo. Un día de fines de la primera década del siglo XXI, poco antes del colapso definitivo del régimen oligárquico, en la Rinconada de Jesús, situada frente al edificio mencionado, se desencadenó un viento en espiral semejante a un tornado, fenómeno insólito que nunca ha podido ser explicado a cabalidad, y que dejó un muerto, varios heridos y serios destrozos en los comercios aledaños: talabarterías y tiendas de ropa, sobre todo. El monumento y la estatua de Francisco Primo de Verdad y Ramos, ubicados en el centro de la plazoleta, quedaron extrañamente intactos; en cambio, un vagabundo que medraba por el Centro Histórico murió al instante cuando la efigie del Arcángel fue derribada por el viento y le cayó encima. Los restos del infortunado quedaron irreconocibles y hasta la fecha ese tramo de República de El Salvador es popularmente conocido como ‘Calle del Aplastado’.” (Tomado de: Crónicas de la Regeneración: orígenes de la IV República, pantalla A-402, versión dígito-molecular, Editorial Buzón Ciudadano, México, D.F., 2047)

(Continuará)