on pródigos en insultos y descalificaciones. Los obispos, arzobispos y cardenales católicos han desatado lo más granado de su batería contra los asambleístas que en la ciudad de México aprobaron los matrimonios entre personas del mismo sexo. La cuestión, para mí, es que los integrantes de la cúpula clerical católica tienen el derecho de creer en que el matrimonio sólo es tal cuando los contrayentes son heterosexuales, pero que yerran flagrantemente cuando exigen que esa creencia sea convertida en ley para imponérsela a quienes tienen otra convicción sobre el tema de las uniones homosexuales.
Furibundos clérigos lanzan imprecaciones contra personas que han decidido elegir una identidad y práctica sexual distinta a la heterosexual. Las catalogan como animales, con inclinaciones a perpetrar actos que ni los perros tienen entre sus conductas. Así lo ha declarado el obispo de Morelia, Alberto Suárez Inda, al cavilar sobre el asunto: los perros no hacen el sexo entre dos del mismo sexo; normalmente la inclinación natural es relacionarse de forma heterosexual
.
Consideraciones similares a las de Suárez Inda han sido expresadas por los cardenales Norberto Rivera y Juan Sandoval Íñiguez, así como por el obispo de Ecatepec, Onésimo Cepeda. El inefable trío no ha vacilado en zaherir, arrojar epítetos escarnecedores contra homosexuales y quienes aprobaron los matrimonios entre ellos y ellas en el Distrito Federal.
Los conspicuos funcionarios eclesiásticos católicos son ofensivos, carecen de la menor consideración hacia los desviados
, los estigmatizan con inmisericordia, despotrican con los adjetivos más hirientes de su amplio repertorio. Nada más por sus expresiones uno se pregunta dónde queda algo de cordura para evitar proferir palabras como espadas, que tienen por objetivo eliminar simbólicamente a los otros. Congratulémonos de que no lo pueden hacer físicamente, porque la laicidad del Estado no se los permite.
Como los fariseos del Nuevo Testamento, son expertos en juzgar y denostar las conductas ajenas, pero muy comprensivos y anuentes al tratarse de las suyas. Ellos se han otorgado plena autoridad para controlar a los demás; sin embargo, defienden su coto y se indignan cuando desde fuera les son señalados los estragos causados por sus abusos. Reaccionan contra sus críticos y les atribuyen intenciones aviesas, ganas de desprestigiar a la sagrada institución eclesiástica y sus representantes. Son expertos en negar esos abusos, señalan que son invenciones de sus enemigos. Pero cuando queda demostrado que se trata de agresiones cometidas contra, por ejemplo, los infantes sometidos a abuso sexual por clérigos, entonces piden comprensión para las debilidades humanas.
Los obispos, arzobispo y cardenales del Episcopado mexicano que se han manifestado acremente contra los cambios legales que permiten las uniones homosexuales son los mismos que reaccionan con indignación ante quienes osan pedirles explicaciones por las irregularidades, o francos delitos, de correligionarios suyos.
Así sucedió al salir a la opinión pública los primeros indicios de los abusos sexuales contra infantes perpetrados por Marcial Maciel. Con celeridad salieron a la palestra, y en defensa del legionario mayor, Norberto Rivera, Onésimo Cepeda y Juan Sandoval Íñiguez. Los tres machacaron que las acusaciones eran fruto de personas con inestabilidad mental, dichos de interesados en ofender a la inmaculada institución eclesiástica, inventos de aviesos interesados en desprestigiar a un hombre de larga trayectoria en el servicio de la Iglesia católica.
A lo largo de los recientes dos años emergieron evidencias y pruebas que demostraron la sistemática agresión sexual realizada por Maciel en contra de niños y adolescentes varones. También supimos que el solícito consejero, que pedía en las filas de los Legionarios de Cristo a sus integrantes mantenerse castos y puros, procreó varios hijo(a)s y que el hecho era conocido por varios de sus subordinados en la orden religiosa.
Prefirieron callar y proteger a un hipócrita; lo hicieron para no dar argumentos a los que consideran enemigos de la Iglesia católica. Nada les importó la devastación dejada por Marcial Maciel en decenas de vidas que sufrieron sus ataques sexuales.
Los gustosos lapidarios, los que lanzan piedras con singular entusiasmo hacia los desviados
y sus apologistas, son incansables en buscar corregir, en enderezar según su entender, a la grey fugada de los dominios clericales. Débiles en la argumentación, pero vigorosos en la acuñación de excomuniones y ofensas, los obispos católicos están fúricos porque una nueva derrota cultural se añade a su causa. Una más de una larga serie iniciada con la laicidad del Estado forjada hace siglo y medio.