n la homilía que pronunció ayer en la Catedral Metropolitana, el arzobispo primado de México, Norberto Rivera Carrera, dijo que la institución familiar ha sido agredida por la equiparación de las uniones homosexuales con el matrimonio entre el hombre y la mujer
, y agregó que la reciente legalización del matrimonio entre personas del mismo sexo –aprobada hace una semana por la Asamblea Legislativa del Distrito Federal (ALDF)– implica ofuscar valores fundamentales que pertenecen al patrimonio común de la humanidad
.
La postura no es nueva. El mismo día en que el organismo legislativo capitalino aprobó las reformas legales al Código Civil para permitir los casamientos entre personas del mismo sexo, el arzobispado metropolitano calificó tal medida de perversa, arbitraria, soberbia y aberrante
, y opinó que llevará a la ruina a la sociedad
. Tampoco se trata de una posición exclusiva de la jerarquía eclesiástica católica: similares expresiones de rechazo han manifestado otros cultos cristianos, así como algunos membretes seculares ultramontanos.
Esas y otras reacciones adversas, y hasta sulfúricas, contra la medida de la ALDF, tienen en común un basamento de arquetipos limitados, antiguos y falsos sobre la familia, el individuo y la sociedad, así como nociones reaccionarias, antidemocráticas e incluso totalitarias acerca de la relación entre la moral religiosa y el derecho, e ignoran, deliberadamente o no, que la primera rige el comportamiento de un conjunto limitado de individuos, definido, entre otros factores, por esa misma moral, en tanto la legislación nacional debe ser incluyente y respetar la diversidad y la libertad políticas, culturales, religiosas y sexuales de la población.
Más allá de esas consideraciones, es alarmante que pronunciamientos ideológicos como el formulado ayer por Rivera Carrera hayan logrado cuajar en una suerte de santa alianza entre los partidos que comparten en los hechos el poder nacional, el PRI y el PAN, para intentar una verdadera restauración prejuarista que se expresa en la penalización constitucional del aborto en casi una veintena de estados, con la consiguiente liquidación de derechos sexuales y reproductivos. Por lo que hace al Distrito Federal, esa alianza pretende lanzar una ofensiva judicial para invalidar la reforma que permite el matrimonio entre personas del mismo sexo.
No es sorprendente que Acción Nacional se haya empeñado, en los nueve años en los que ha detentado la Presidencia, en inducir una regresión histórica en materia de secularidad. Tampoco asombra que el Partido Verde Ecologista de México, dispuesto a abrazar cualquier causa con tal de ganar votos –y prerrogativas procedentes del erario–, se haya sumado a la cruzada antisecular. Pero que el Revolucionario Institucional participe en tal empeño constituye una traición a sus postulados básicos y una afrentosa expresión de hipocresía electorera. Cuando cabría esperar una mínima congruencia del partido que se ostenta como heredero del nacionalismo revolucionario y de los principios republicanos plasmados en las constituciones de 1857 y 1917, esa agrupación, cuyo Comité Ejecutivo Nacional encabeza una mujer, se afilia a la campaña de criminalización de la libertad sexual y reproductiva –que golpea principalmente a las mujeres– y de exclusión de las minorías. En vez de propiciar entre los votantes una evolución de las mentalidades, el PRI busca pescar votos en las aguas más oscurantistas y prejuiciadas, en las cuales se confunden electorados y feligresías, y participa activamente en contrarreformas legales que implican socavar el principio de separación entre Iglesia y Estado.
A la larga, los empeños por impedir –vía judicial– que la sociedad mexicana evolucione y transite a la modernidad, están condenados al fracaso. Pero, en lo inmediato, las legislaciones regresivas en materia de derechos reproductivos y de género, así como las campañas contra la legalización del matrimonio entre personas del mismo sexo en la capital de la República, conllevan la validación de un sufrimiento injustificable para muchos miles de mujeres y de una discriminación repulsiva e inhumana para homosexuales y lesbianas. Los feligreses y los electores tienen ante sí una disyuntiva insoslayable.