unque la crisis financiera global que ha sacudido a las sociedades occidentales afecta de modo directo a los países en desarrollo, su efecto ha sido particularmente fuerte para la economía mexicana, tan estrechamente vinculada a Estados Unidos por el Tratado de Libre Comercio de América del Norte (TLCAN). Una creciente tasa de desempleo ha reducido a escombros la confianza que las autoridades federales parecían depositar en las fórmulas neoliberales para una pronta recuperación económica, y entre los sectores más severamente afectados por esta crisis figuran la educación, la salud y la cultura, periódicamente amenazados por nuevos recortes presupuestales.
En este asunto, el cine no es una excepción, a pesar de un reiterado discurso oficial según el cual el Estado sigue apoyando la producción de nuevas películas y el desarrollo de una industria cinematográfica.
Para nadie es un secreto que la crisis por la que atraviesa el cine mexicano está estrechamente vinculada a las condiciones muy desfavorables con las que se firmó hace 16 años el TLC. El problema de origen radica en la decisión de no haber excluido oportunamente en su negociación a la cultura mexicana, y consecuentemente al cine, con lo que se le convirtió en una mercancía más, a merced de leyes del mercado que le han sido en todo tiempo desfavorables.
En sentido inverso, Canadá protegió a su cultura y a su industria fílmica impidiendo su incorporación al TLC, con resultados excelentes. Lo que actualmente es demanda generalizada en el gremio de cine en México es una urgente renegociación de las cláusulas de dicho tratado que vulneran a la cultura y la transforman en mercancía. Con base en una Ley de Cinematografía continuamente reformada, es apremiante establecer cuotas de pantallas que limiten o condicionen el volumen de productos estadunidenses en nuestra cartelera, a fin de reactivar la distribución y exhibición del cine mexicano. Existen en el TLC medidas de emergencia (el propio capítulo VIII de dicho acuerdo), diseñadas para contrarrestar los efectos negativos de una competencia desigual.
Es innegable que durante los últimos dos años la producción fílmica nacional ha mantenido una estabilidad sorprendente (70 películas al año en contraste con apenas dos o tres docenas de producciones en años anteriores), producto de políticas nuevas entre las que figura el artículo 226 que deduce cargas impositivas a las empresas dispuestas a invertir en el cine. El resultado inmediato ha sido un incremento en el número de películas producidas, aunque no necesariamente en la calidad de las mismas.
Algunos inversionistas parecen desalentarse ante la pobre recuperación en taquilla de las cintas que apoyaron, otros condicionan ese apoyo en función del valor comercial que atribuyen a los nuevos proyectos, en tanto muchos cineastas jóvenes ofrecen en sus creaciones más personales un tipo de cine sin gran atractivo para el público masivo.
En este círculo vicioso, el cine sólo puede aspirar a un apoyo efectivo por parte de los inversionistas en la medida en que se ajuste a las fórmulas narrativas hollywoodenses, el modelo de entretenimiento con mayor presencia en las pantallas nacionales (cerca de 90 por ciento).
No es sorprendente que cuando una nueva iniciativa para reformar la Ley de Cinematografía intenta garantizar que las películas nacionales se mantengan en el circuito de exhibición durante al menos tres semanas, las principales cadenas exhibidoras respondan de manera particularmente negativa. Esta reacción suele acompañarse de una renuencia constante por parte de muchos distribuidores para promover el cine mexicano independiente, centrando en cambio su atención en las producciones de directores que en el pasado han sabido probar su buen olfato y su destreza para aprovechar las ventajas de un entretenimiento ligero.
Lo que hoy presenciamos es que los últimos gobiernos conservadores han mostrado una falta de voluntad política para proteger al cine mexicano más allá de la retórica o de paliativos de corta duración. Como resultado, la industria cinematográfica languidece y los talentos locales siguen emigrando al extranjero en busca de mejores oportunidades laborales, desmintiendo la ficción de una recuperación de la industria.
Como lo señalan muchos cineastas independientes, el verdadero logro no es producir 70 películas al año, sino crear las condiciones para asegurarles una mínima permanencia en la cartelera. Como todo mundo lo puede ahora constatar, esto es algo que aún no sucede.