veces me siento a trabajar en un café, pero lo que más me gusta es observar y oír a los que estén tomando café a mi alrededor. En un café de Coyoacán, el otro día, enfrente de mí estaba una señora sola, tan sola que ni siquiera tomaba café. Estaría en sus cuarentas, y por su aspecto general parecía una persona centrada y bien, las piernas juntas, el pantalón planchado, los zapatos lustrados. Podía estar esperando que diera la hora en la que recoger a sus niños del colegio, eran casi las tres de la tarde, o que su mamá, o su hermana, o una amiga se le reuniera para irse juntas a comer y de compras o al cine. No daba la impresión de estar esperando ninguna cita de trabajo ni mucho menos un rendez-vous clandestino, y me era difícil imaginar la situación que justificara que a quien estuviera esperando fuera a su esposo, ¿abogado? Pero empezó a preocuparme porque estaba dormida reclinada contra el respaldo del sillón, y no atendía su bolsa, las asas sueltas a su lado. Con los brazos cruzados sobre el vientre, debajo de un collar largo de perlas, la cabeza inclinada hacia el hombro, dormía. O quizás había salido de una visita médica alarmante y había pasado al café para tranquilizarse antes de regresar a su labor de ama de casa. En la noche pondría al tanto a su marido, enfrentarían juntos la decisión que tuvieran que enfrentar. Tomé mi taza de café lo más pausadamente que pude mientras cuidaba el sueño de la señora, hasta que me fue imposible esperar más.
Por fortuna, cuando me levantaba para irme, despertó. Se cruzaron nuestras miradas. Sonreímos. Le pregunté si se sentía bien. Me contestó algo en un idioma que no entendí, pero que me sonó a ruso, supongo que porque yo acababa de terminar de leer, aunque en español, La librería de los escritores, del moscovita Mijaíl Osorguín, y seguía entretenida en su historia y su mundo.
Qué escritor no ha soñado con visitar o hasta fundar una librería como la que pinta Osorguín, manejada por un grupo de idealistas, todos bibliógrafos y bibliófilos, pero también capaces de atar paquetes de libros cuidando de no estropear la encuadernación, dispuestos a vencer desde el frío de Moscú y el pago de los impuestos, hasta la censura y toda y cualquier otra adversidad por el bien del libro y del lector, del conocimiento y la cultura.
Recordé mi adolescencia, cuando empezaba a visitar librerías y soñar con ser escritora. Una noche, la encargada de la Librería Británica de Avenida de la Paz, aquí, en la ciudad de México, organizó una reunión a la que fui invitada. No sé qué celebrábamos, los cinco o seis lectores que, como cofrades de alguna secta secreta, fuimos llamando a la puerta cerrada de la Librería Británica y acomodándonos sobre cojines en un pasillo entre estantes de libros, iluminados por la luz de un par de velas. Conversábamos en voz baja sobre Rayuela o sobre TS Eliot, oíamos probablemente a Satie o a Ravel a volumen bajo también; reíamos, estábamos contentos. Sin duda entre nosotros estaba, o podía haber estado, Mariano Rivera, que estudiaba arquitectura pero que desde entonces pintaba y escribía poemas, con tinta negra y una caligrafía angulosa, de trazos largos, muy elaborada. Y estaba Gabriela Carral, que años después se recibiría de filósofa en la Universidad Nacional y se casaría con un piloto aviador. Me parece que habrá estado ahí Jorge Barquet, con su cámara de fotógrafo y su pincel de acuarelista, y probablemente también Peter Knigge, que por entonces habría colocado ya su Chelista y su Guerrero moribundo de parches de hierro en el Museo de Arte Moderno, sobre Paseo de la Reforma. Tal vez estuvo presente en aquella especie de peña Julio Labastida, con un lápiz atravesado entre los dientes, la camisa un poco salida, y hablando de temas sociológicos o proponiéndonos ir en grupo a la Muestra Internacional de Cine.
No recuerdo que hubiera sucedido nada en especial en aquella reunión a media luz, pero, como a tantas décadas de distancia sigue apareciendo en mi memoria, supongo que sucedió lo más importante que me podía haber sucedido a mí, que fue marcar de forma definitiva la atmósfera que yo habría de relacionar de entonces en adelante con mi sueño de ser escritora, de visitar librerías, de conversar con amigos sobre libros, de animarnos unos a otros a cultivar nuestros sueños respectivos y no abandonarlos nunca.