EI último suspiro del Conquistador / XVI
acinta se quedó quieta a menos de dos metros del cadáver. Al ver la cabeza de don Rufina, volteada hacia atrás en un ángulo imposible, se le vino de golpe el recuerdo de la muñeca articulada de porcelana que recibió de regalo en una Navidad, cuando tenía siete años. Jacinta había pedido a Santa Clos, con su letra manuscrita recién estrenada y una dificultad dolorosa, una muñeca parlante, de aquellas que tenían un mecanismo sonoro interno, activado por cuerda, a las que se les jalaba un hilo y repetían dos frases con voz de ardilla. Pero en vez de eso, al pie del arbolito apareció una caja que contenía una niña de porcelana, cachetona y muda, y al abrir el paquete la niña sintió tanta rabia que tomó el juguete con ambas manos y trató de partirlo en dos. El cuello de la muñeca cedió de inmediato a la presión y se dislocó. Su padre, escandalizado por el vandalismo de su pequeña, la obligó, como castigo, a dormir durante varias noches con el juguete estropeado. Jacinta no olvidó nunca esas vigilias de terror y de culpa junto a una muñeca de porcelana cuya cabeza colgaba en todas direcciones. La falta de sueño acabó siendo tan evidente en la niña que Eduviges, su madre, se apiadó de ella e intercedió ante el padre para que suspendiera la sanción. Décadas más tarde, en el local de don Rufina, cuando descubrió el cuerpo muerto de la propietaria, su primer impulso no fue salir corriendo sino tratar de acomodar aquella cabeza díscola en una postura verosímil y decente. Pero se contuvo, permaneció a dos pasos de la puerta y, aturdida, preguntó:
–¿Qué le hicieron, don Rufina?
La aludida no respondió, y su silencio introdujo a empujones, en la mente de Jacinta, la noción horrenda: Don Rufina está muerta
, reconoció, y estalló en un llanto convulsivo. Se compadeció de la difunta y tuvo la idea irracional pero demoledora, de que ella, Jacinta, era la culpable de todo ese enredo que desembocaba en un cadáver. Sintió remordimiento por haber construido un espacio personal y sagrado en la bodega de la azotea en al casa de sus padres, por haber robado un frasco de un brujo chiapaneco durante una práctica de campo, de haber descarrilado su vida y la de su novio (¿o era ya ex novio?) por un capricho, de haber tratado a su propia madre con brusquedad, tanta que Eduviges había ensayado un suicido ridículo, de estar allí, con cara de tonta, mientras la verdadera don Rufina viajaba en el taxi de Caronte hacia el Estigia, o era llevado por las hormigas al inframundo de Xibalbá, o ascendía con alitas de plumas blancas y una lira en las manos hacia el Reino de los Cielos, o practicaba el estilo mariposa en el parque acuático de Tláloc. Entre sollozo y sollozo, su mirada era atraída, como por un imán, hacia el pescuezo torcido. Al cabo de un rato, Jacinta se atrevió a pasear la vista por todo el conjunto y entonces vio el objeto junto a la panza de don Rufina.
–¡Mi frasco! –gritó, al tiempo que caminaba hacia la muerta para recuperar el objeto.
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Él se revolvió en su nada como un cuerpo en el agua. Entre tanta ausencia, la noción de Huitzilan, lugar donde abundaban los colibríes, se hizo más y más fuerte. Apareció Motecuhzoma, atónito ante la futilidad de su aquiescencia para con los recién llegados, con grilletes en pies y manos, humillado frente a los señores que le rendían obediencia. Y entonces, eso que no era él, don Hernando Cortés, pero que lo unía a los recuerdos de esa persona, se exasperó de rabia con las escenas de su crueldad pasada y cabalgó en tres palabras –el nombre, las cosas, el viento– que rápidamente tomaron forma: su propio apelativo, las cosas de hierro que cubrieron un cuerpo ausente y una ráfaga tan poderosa que fuera capaz de moverlas. Más viento, más viento
, iba sintiendo conforme intuía que él –o lo que fuera él en ese instante– era al cuerpo ausente, sepultado en Huitzilan, lo que el viento a los trebejos de metal que un día lo protegieron de los venablos de los indios.
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Disfrazado de Juana de Quintanilla, Tomás viajó de Castilleja de la Cuesta a Sevilla, y allí embarcó con rumbo a La Española, a donde arribó después de una travesía sin sobresaltos mayores. Junto a él, o junto a ella, como pensaban sus compañeros de viaje, iba un baúl repleto con sus ajuares
, decía, del que no se alejaba casi nunca, y cuando lo hacía, ponía un pesado grillete enredado en las argollas de la tapadera y aseguraba aquel nudo de hierro con un candado de 100 onzas. En el centro del baúl, tibado con vestimentas de hombre y de mujer, viajaba el frasco de vidrio soplado que Tomás había utilizado para guardar el ánima de su señor. Con esa extraña pasajera y su baúl, la nave atracó una mañana en el puerto de Santo Domingo, no lejos de la Fortaleza Ozama.
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Tras un momento de paz en el frescor de la capilla del Hospital de Jesús, Iván tuvo la sensación de que en su cabeza bailaban las figuras plasmadas por Orozco en el mural que representaba el encuentro de Cortés con Moctezuma. El centro de la escena no está ocupado por ninguno de ellos, sino por los pezones enhiestos de una india que, acuclillada detrás de un guajolote, porta sobre la cabeza un platón de frutas mientras observa al europeo imponente con una mezcla de temor y curiosidad. Iván se sintió, a su vez, observado por los dos círculos perfectos en los pechos de la muchacha, sintió un nuevo desgarramiento interno y la necesidad imperiosa de droga la impulsó hacia fuera de la construcción. Ya en la calle, se topó con un espectáculo extraño: un viento poderosísimo soplaba desde el norte, justo de la dirección de la que él venía. Un lustrabotas ubicado en la esquina norponiente de República de El Salvador y Pino Suárez luchaba con todas sus fuerzas por impedir que el aire se llevara el toldo de su silla, y por la ancha avenida volaban objetos de todas clases. Iván no supo si aquello era realidad o delirio.
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Andrés poseía un temperamento pacífico, pero estuvo a punto de salirse de sí cuando llegó a la casa de Eduviges y ésta se negó a permitirle el acceso a las pertenencias que él mismo había depositado allí, un par de días antes.
–Jacinta me dijo que le dijera que la esperara, y yo no tengo autorización para...
–Mire, señora –contestó Andrés en tono cortante–. Jacinta y yo ya no tenemos nada que ver, así que permítame recoger mis cosas.
–No puedo –se plantó ella.
–Pues con su permiso –dijo él, la rodeó y se encaminó hacia la escalera que conducía a la azotea.
Eduviges se doblegó y se resignó a seguirlo. Al llegar al cuarto que había sido la bodega de Jacinta, Andrés vio a primer golpe de vista sus tres cajas y cayó en la cuenta de cuán poco le importaba la gran mayoría de los objetos que se encontraban en ellas. Abrió al cálculo una de las cajas, vio el disco duro negro en el que guardaba todos los documentos de su investigación doctoral, lo tomó, y en forma cortés, pero firme, apartó de su camino a Eduviges, quien no atinaba a decir palabra.
–Hasta luego, señora –dijo, sin voltearla a ver. Salió a la calle con la mirada seca y, sintiéndose arrasado, vacío y muy triste, se preguntó cuál sería la ruta más corta hacia el aeropuerto.
(Continuará)
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