illaje y muerte son, desde los tiempos inmemoriales de los albores de eso que se llama la civilización, una tradición del vencedor. Los ejemplos sobran. Parecería normal después de tantos siglos.
Más intrigante y turbador, pero no raro, es el vicio de dictadores y gobernantes de querer inmortalizarse destruyendo magníficos monumentos y edificios históricos, cuando no ciudades enteras, para imponer construcciones y urbanizaciones con los cuales creen dejar su huella. El más célebre de éstos es Nerón. Pero no pueden olvidarse demoliciones más recientes, a lo largo y a lo ancho del planeta, para levantar en el lugar vaciado un inmueble estilo estaliniano o una torre supuestamente moderna, imitación neoyorquina, en naciones donde la mayoría apenas puede comer.
Apenas desembarcada en México, he recibido regalos navideños que me removieron estas cuestiones, las cuales corresponden tanto a la pasión por el poder como a un tema literario y filosófico fundamental: el tiempo.
Entre estos regalos recibí la revista Cultura urbana (publicada por la Universidad Autónoma de la Ciudad de México), donde pude leer, entre otros, dos textos al respecto. Uno, sobre la destrucción del hermoso Gran Teatro Nacional (1842-1901), decidida por Porfirio Díaz y Limantour para construir en su lugar, en la calle 5 de Mayo, un Wall Street mexicano. Otro sobre la demolición del manicomio La Castañeda, de la que se salvaron la fachada y algunas otras piedras donde palpita la locura, trasladadas al pie de los volcanes.
Las narraciones descubren detalles, informan, incitan a una reflexión más profunda que propone un enigmático poema, uno de los más bellos que he leído en años recientes, de Óscar González, Anahuacalli, en eco al museo de Diego Rivera y dantesca oración fúnebre de Anáhuac. El poema –verdadera reflexión: revela un secreto que nos propone el enigma de otro secreto– comienza: Casa tumba/ Galería subterránea
, para terminar: Has llegado/ Al lugar del sosiego/ Al eterno reposo del fuego
.
Recibí también cuatro publicaciones editadas por la Casa del Refugio Citlaltépetl, dirigida por Philippe Ollé-Laprune. Tres de ellas son los números recientes de la revista Líneas de fuga, en la cual pueden leerse textos provenientes de los más diversos países y lenguas. Esto obedece, desde luego, a la política de las casas del Refugio que existen en el mundo: acoger a escritores amenazados por causas políticas, amenazas racistas y otras.
La cuarta publicación es Ciudad de México, subtitulada Ciudad solidaria. Capital de asilos. Libro magnífico (trilingüe: español, francés e inglés) que debería incitar la curiosidad tanto de quienes se interesan en la historia de esta ciudad como en la del exilio, así como por los textos de Fabrizio Mejía Madrid y la magnífica iconografía reunida. Capital original de asilos, en efecto, puesto que recibe a los judíos expulsados de España poco después de la Conquista, y recibirá a exiliados del mundo entero en los últimos dos siglos, es decir, desde la Independencia. Y, a aquellos para quienes la lectura es un esfuerzo, están ahí las fotos de archivo que reviven toda esa época: Martí, Alfonso Reyes junto a Enrique Diez Canedo, Trotsky, Carrington, y tantos otros personajes que enriquecieron la cultura mexicana con la suya.
María Luisa La China Mendoza tuvo el gracioso gesto de darme ¡Oiga usted!, recopilación de algunas de sus conferencias, editado por la Fundación René Avilés Fabila, libro que es y será indispensable para los historiadores de la cultura en México durante el siglo XX, pues narra con sutileza y también con ternura la vida de sus actores.
David Huerta nos regaló, a Jacques Bellefroid y a mí, Calle blanca, nombre que inventó para una calle de París cercana al cementerio de Montparnasse. Volumen de poemas, inútil decirlo, cuyos versos no pueden sino leerse con júbilo y melancolía, pues abren una caja de Pandora de donde brotan las imágenes de recuerdos que todos tenemos.