ace 15 años, en 1994, hubo en México numerosos casos de dengue. El doctor Jesús Kumate, entonces secretario de Salud, dijo que no había por qué preocuparse, pues el mal estaba bajo control, mientras crecía en varias entidades el número de personas con la fiebre rompehuesos o mal del trancaz, como también la gente lo llama porque el dolor de cabeza es muy intenso.
El número de enfermos superó las cifras oficiales, ya que muchos afectados eran atendidos por médicos privados o recurrían a remedios caseros o confundían el mal con otra enfermedad. Las autoridades de salud no informaron suficientemente a la población que hay dos clases de dengue: el clásico –que provoca fiebre alta repentina, dolor intenso de músculos, articulaciones, cabeza, huesos y ojos, salpullido en el tronco, brazos y piernas– y el hemorrágico, que es el más peligroso porque llega a causar la muerte y, además de los síntomas anteriores, ocasiona sangrado en varias partes del cuerpo, dificultad para respirar, vómito o diarrea.
Un año después, ya en tiempos del doctor Zedillo, los nuevos responsables del sector salud reconocieron que la epidemia seguía mientras los especialistas señalaban que el sector público había olvidado la larga y exitosa trayectoria de México en campañas de salud y bienestar, que había un retroceso de décadas en la política para combatir el vector. Luego, en el sexenio de la señora Marta y el señor Vicente la presencia del dengue fue catalogada como asunto de seguridad nacional y de nuevo fue notable la descoordinación institucional para combatirlo.
El dengue ataca preferentemente a menores de 15 años y a personas de más edad. Lo transmite el mosquito Aedes Aegypti y sus variedades, las cuales se reproducen y actúan cuando hay condiciones ambientales y sociales propicias: temperatura, lluvias, pobreza, insalubridad en comunidades y viviendas, falta de los servicios públicos básicos o mal funcionamiento de los mismos, a las que ahora se suman dos factores íntimamente ligados: migraciones y cambio climático. Los mejores sitios de incubación del mosquito son llantas viejas, latas, envases y demás desechos donde se acumula agua de lluvia, que por lo general se amontonan en los patios de las casas, lotes baldíos y tiraderos de basura a cielo abierto.
Ahora el dengue está de regreso, y con gran presencia en casi todo el país. Oficialmente suman más de 45 mil los afectados y en varios estados piden que se cambie la fórmula química utilizada para erradicarlo. Alegan que el actual insecticida no es efectivo: el mosquito se hizo resistente, dicen. Igual que en muchas otras partes del mundo. Bueno es recordar que el dengue es, después de la malaria, la enfermedad tropical con mayor índice de propagación y que las personas que están en posibilidad de contraerla en más de 100 países suman 2 mil 500 millones. En Argentina, Brasil, Paraguay, Bolivia, Venezuela, Honduras y México desde hace dos años los especialistas hablan de epidemias graves por la presencia creciente del mosquito y el número de enfermos. Ya se encuentra hasta en Europa, donde lo llevaron los migrantes procedentes de África.
Mientras las autoridades de salud acuerdan la estrategia química que van a utilizar para combatir el dengue, hay que insistir en que dicho mal tiene su origen en problemas sociales y económicos, en la desigualdad que crece día con día en México; que para tener éxito en cualquier campaña de salud debe existir la suficiente coordinación institucional y programas efectivos para atacar la marginación y garantizar el bienestar de las comunidades, especialmente las más pobres, precisamente las menos atendidas por los servicios de salud. Que para destruir o fumigar las áreas de incubación del mosquito es clave la participación activa de la población más expuesta. Sin ella, el dengue seguirá azotando al país, a los más desvalidos, cuya situación se agravó este sexenio, el del empleo y la lucha contra la pobreza; el que prometió servicios de salud de calidad a toda la población.
La presencia del dengue muestra una realidad bien distinta a la que la propaganda oficial pretende, inútilmente, ocultar.