legué a vivir a Berlín Occidental en 1973, invitado como artista residente por el Servicio de Intercambio Académico Alemán, en plena guerra fría, cuando la ciudad dividida por el muro era el escaparate de dos mundos en pugna. Aquella comunidad de artistas se repartía en antiguos edificios de apartamentos asignados por los anfitriones, y sus miembros nos encontrábamos de vez en cuando en recepciones y en lecturas de poesía, conciertos y exhibiciones de arte. Había músicos suizos y belgas, poetas rumanos y polacos, dramaturgos búlgaros, escultores y pintores de Estados Unidos, y yo, un novelista centroamericano que quería empezar apenas su segunda novela, y entre todos éramos en aquel escaparate un muestrario de los dos mundos que el muro pretendía separar.
Fue una estancia de dos años. Y a Berlín Occidental llegaban también entonces los perseguidos por la dictadura militar en Grecia, los chilenos exiliados tras el golpe de Pinochet, había ya barrios enteros de trabajadores emigrantes turcos y yugoslavos, y llegaban los ecos del fin de la guerra de Vietnam, de la revolución de los claveles en Portugal y de la agonía del generalísimo Francisco Franco, que parecía iba a volverse eterna, y que anunciaba una nueva era para España. Mientras tanto el muro seguía allí, incólume, con fortaleza de eternidad.
Me dieron un apartamento en Wilmersdorf, uno de los antiguos barrios de la burguesía judía hasta la segunda guerra mundial, y mi calle, la Helmstedterstrasse, era una de esas calles berlinesas tranquilas con tilos sembrados en las veredas, que en verano reverdecían relucientes de sol, un modesto desfiladero de edificios grises, bloques de cemento sin gracia, adornados por alguno que otro cantero de flores en los balcones. En el costado de unos de esos edificios podía verse todavía, desleído por soles, nieves y lluvias, un viejo anuncio comercial de antes de la guerra, de colores ya indefinibles, quizás un anuncio de polvos dentífricos, o de crema para la piel, no lo recuerdo; sólo recuerdo aquel rostro de muchacha ya apagándose para siempre, como un fantasma del pasado que se oculta en sí mismo, se borra y se esfuma en la nada.
No lejos pasaba la Bundesallee, un río turbulento de automóviles, autobuses y trenes subterráneos, afluente que iba a desembocar, más lejos, a otro río aún más bravo y caudaloso, la Kurfürsterdamm; pero mi calle, tan cerca de ese caudal, seguía siendo un arroyo calmo, gracias a esa magia urbana del Berlín de los káiseres que, pese a la irrupción de las improvisaciones de la modernidad, aún era capaz de preservar el sentido provinciano de los barrios, islas protegidas del revuelto turbión de las avenidas y bulevares maestros que se oían hervir, desbocados, en la distancia. En aquel barrio se tenía a mano la carnicería, la farmacia, la frutería en manos del frutero teutón, calvo y alegre, siempre a la puerta, que me saludaba a gritos como un napolitano cualquiera, y alguna vez que yo regresaba de la ferretería llevando en la mano un martillo recién comprado, no sé para qué menester, exclamó a mi paso: ¡eso es; clave bien su puerta, enciérrese bien!
Y el otro Berlín, que empezaba en la puerta de Brandemburgo clausurada, el Berlín Oriental al otro lado del muro que partía la ciudad zigzagueando con su trazo rojo en el plano malva y magenta, la otra ciudad prohibida y desolada, llena de silencios y de ruinas de la guerra, edificios neoclásicos sobrevivientes de los bombardeos a lo largo de la Unter den Linden, y otros alzados al estilo estalinista, como queques decorados, la otra mitad a la que se podía llegar a pie o en carro a través del Check Point Charlie, en el sector bajo control de Estados Unidos, o en los viejos vagones del tren elevado, o en los pintados de reluciente amarillo del tren subterráneo, para desembarcar en la estación de la Friedrichstrasse, que era la extraña y desierta entrada al otro mundo, excursiones pasaporte en mano para ver representar las piezas de Bertolt Brecht en la Berliner Ensemble, el Teatro Negro de Praga, el ballet Bolshoi, o para adentrarse en la espléndida biblioteca de la Universidad Humboldt.
Excursiones de uno a otro mundo a través de los pasos vigilados del muro. ¡Cuidado, está dejando usted Berlín Occidental! Sarro sobre el rótulo donde está escrita la advertencia, el monte crecido a los lados de la vía, esqueletos de edificios, ventanas clausuradas con tablones, tapiadas con ladrillos, paredes en ruinas, paredes aún enteras que sobrevivían a la catástrofe como un decorado de teatro, las plataformas armadas con tubos en la Potsdamer Platz para asomarse al otro mundo, detrás del muro la tierra de nadie, en el baldío la cerca de obstáculos en cruz, calles partidas por la mitad, las mujeres que se asomaban a los balcones de los edificios grises a cada lado para mirarse de lejos. El muro de cemento que parecía el largo convoy un tren de carga detenido para siempre en las vías, a un lado las torres de vigilancia, al otro la mole sombría del Reichstag.
Bajo el cielo gris, el muro pintarrajeado del lado occidental por manos anónimas, marcado por las cruces que recordaban a quienes quisieron atravesarlo y perecieron asesinados en el intento, queda solamente en la memoria. Y en la memoria Berlín, la ciudad dividida de mi juventud, y de mi escritura.
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