l 14 de diciembre se restituyó a la vida comunitaria el templo de Santa María Acapulco, incendiado en julio de 2007. Después de múltiples trabajos de conservación y restauración del templo de este pueblo pame de la Sierra Gorda de San Luis Potosí, a cargo de un equipo del INAH y auxiliares de la comunidad, apoyados por las autoridades comunitarias del pueblo, la CDI del estado y la presidencia municipal de Santa Catarina, la iglesia del siglo XVIII fue reconsagrada en presencia de distintas autoridades, incluyendo al obispo de Ciudad Valles, Octavio Balmori: llegó en guayabera y luego revistió su ropaje sacramental.
Esta comunidad, por desgracia muy marginada (su primera escuela primaria fue construida en 1977 y apenas en abril de 2006 se inauguró el tramo pavimentado Lagunillas-Santa María Acapulco), fue fundada hacia 1750. La fachada del templo conservaba 11 nichos en tres niveles y tres hileras verticales; seis tienen aún figuras realizadas en adobe y recubiertas con yeso y cal. El techo de palma fue el origen del incendio: el rayo terminó con prácticamente todo el inmueble. Según el reporte del Instituto Nacional de Antropología e Historia sólo quedaron en pie el edificio, la pintura mural, algunos otros acabados arquitectónicos y, gracias a que los habitantes del pueblo expusieron su vida para salvarlos, cerca de 15 esculturas, varios muebles, documentos parroquiales y misales, dos lienzos y varios objetos litúrgicos, todos ellos de los siglos XVIII y XIX. Ahora ya se reconstituyó el tejado, algunas pinturas murales se recuperaron, el altar dedicado a la Virgen de Guadalupe se reprodujo y lució hermosísimo con sus estípites plateados, sus ángeles ingenuos, sus figuras de bulto; enfrente, un retablo con un santo entierro –el Cristo cubierto enteramente con un sudario–, el sagrario, una virgen de los Dolores y otra de la Soledad.
La ceremonia fue bellísima: desde las 10 de la mañana empezaron a acudir familias enteras, avisadas sobre todo por las radios comunitarias(extraordinarias éstas y a las que tanto se combate de manera extraoficial), las mujeres vestidas con ropa confeccionada con telas satinadas, lisas o floreadas y brillos plateados, en verdes, azules, magenta o escarlata; cubiertas sus cabezas y parte del rostro con rebozos rayados en verde bandera o azul eléctrico fueron desfilando y se colocaron de un lado y los hombres del otro, con sus sombreros de palma en la mano, algunos con camisas estridentes compradas seguramente en Estados Unidos: muchos han sido braceros.
La comunidad fue evangelizada en el siglo XVIII y conserva una mezcla de tradiciones –chichimecas, mesoamericanas y españolas–, y, obvio, también su lengua: el gobernador pronunció en voz muy baja su discurso en pame (le faltan todos los dientes delanteros), fue electo por el pueblo, según las tradiciones impuestas durante la colonia: debería permanecer en su cargo un año y convocar luego a elecciones, pero el dignatario actual ha preferido conservarse en el puesto tres años, cosa no ordinaria y que el pueblo acata pero no aprueba; es asimismo y, nominalmente, el representante en el Congreso local de las diferentes etnias indígenas del estado –nahua, huasteca, pame–, función sin embargo que jamás ha sido desempeñada por ningún gobernador indígena, dato recurrente en nuestras costumbres cívicas desde la Colonia.
Durante la ceremonia contemplé fascinada cómo con devoción y solemnidad los pobladores de Santa María participaban en la misa, el maravilloso contraste entre el intenso colorido de los trajes femeninos y la severa compostura con la que cumplen sus deberes religiosos, la timidez y belleza de las niñas, la travesura contenida de los niños. A mi lado, también de pie, como todos los allí presentes, don Simplicio, un ex gobernador, su rostro inolvidable, la nariz granulosa, surcada de venas moradas, las orejas enormes enmarcando totalmente su cabeza y un olor penetrante lo aureolaba. Olor tenaz: me persiguió durante todo el día.