a decadencia material y anímica en México, que ya dura más de un cuarto de siglo, ha contaminado muchos (casi todos) de los demás sectores de actividad social, política, intelectual o productiva del país. El periodismo no podía quedar al margen, en especial ese rubro que cubren los columnistas cotidianos. En realidad sus aportes ocupan un lugar preponderante en este disfuncional proceso que condena al estancamiento al desarrollo nacional. De los contenidos que se difunden en la televisión abierta, poco es lo que se puede añadir a la dura crítica ya ensayada por los especialistas en vista de los negativos resultados obtenidos. Los noticiarios estelares poco contribuyen a proporcionar bases objetivas que sostengan opiniones atentas al mundo, alertas a lo propio y plurales en sus contenidos. Y de la radio muy pocos programas informativos se salvan de caer en la rutina de las entrevistas a modo, repetitivas en sus consignas y con las mismas voces autorizadas. Los conductores se enzarzan en prolongados alegatos que ponen de relieve las cortas visiones y sus vendettas particulares. La norma que los rige revela, de inmediato, las carencias de análisis actualizados y sus apoyos en trabajos de investigación o lecturas contextualizadas.
El drama y sainete político electoral con epicentro en Iztapalapa ha puesto al descubierto la contaminación que sufren innumerables miembros de la opinocracia cotidiana. Pocos, muy pocos de los columnistas han recalado en un tratamiento en profundidad del tema. El sentir popular de los afectados (votantes) desapareció de los cuadrantes y de la trama columnera. Su materia expositiva se redujo al enredado trasiego de intereses y pretensiones individuales o de grupo. El enorme presupuesto delegacional se convirtió en terreno de disputa para su apropiación y los puestos públicos disponibles captaron la atención de comentaristas y sus anexos. Los variados ángulos que tan compleja situación implicó fueron reducidos a forcejeos entre ambiciosos, a subordinaciones tan inevitables como anunciadas y al desprecio por Juanito, el naco vivales, el traidor a la palabra empeñada, el sobreviviente ninguneado, el que legalmente ganó. Pero el lugar de privilegio columnero fue ocupado, qué duda cabe, por el autoritarismo rampante de López Obrador, él fue el taumaturgo responsable del desaguisado. Ha sido AMLO, en la versión de los opinadores cotidianos, el eje central de la escandalosa trama, el diseñador de la perversa ruta, el triunfador de esta batalla pírrica que desemboca en la triste comedia electiva de Iztapalapa.
Las instituciones que intervinieron en su origen como actores relevantes se diluyeron, por arte del mágico olvido mediático, hasta quedar a la lejana vera de la discusión. Sólo algunos interesados en el tema electoral, con espacios difusivos a su alcance, han puesto el acento en el papel disolvente, tramposo, jugado por el Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación (TEPJF). Menos aún investigaron, siquiera de manera superficial, la concurrencia de personajes relevantes del oficialismo, con un clan del PRD, para inducir las determinaciones de ese tribunal en su intentona por sacar a Clara Brugada de la contienda. El manoseo legaloide del grupo Nueva Izquierda (Arce y aliados) para mantener el control delegacional poco se tocó en las columnas, tan dispuestas a incidir en ese tipo de tenebras. En cambio, el acento fue puesto, con intensidad rayana en las obsesiones íntimas, en la figura de López Obrador. Bien puede decirse que, en verdad, los avatares de todo lo demás poco interesaron a esa camada de columnistas muy interiorizados en una versión, ya muy esquematizada, insustancial y redundante, de la cosa pública.
El propósito de tan intensas andanadas informativas, de comentario y crítica, respaldadas por continuos encuadramientos de primera plana, ocho columnas o tiempos estelares, fue, y sigue siendo, la destrucción de López Obrador. Una oportunidad más para la agresión que borre del panorama la opción que significa, el molesto cambio sustantivo que pregona el tabasqueño. Todo por impedir que su figura y planteamientos continúen siendo un referente del horizonte político nacional. Se trasparenta así la mayúscula cauda de ansiedades por, al menos, situarlo como uno más de esos personajes de relleno, de disponible colaboración bajo consigna que usan en sus trabajos. Pero, a pesar de tan aviesas intenciones y esfuerzos, AMLO sigue como el político que sale fuera de los clichés de ese oficio que se ha desprendido de los sentires y avatares del ciudadano común, sin valores ni principios guías, prisionero del más rampante pragmatismo. Al oficialismo y sus acólitos difusores les urge situar a López Obrador, y su accionar, al alcance de la corta mirada que los distingue. Dentro de un trasiego que, para ellos, se reduce a tejer alianzas personificadas, a pelear por los cargos disponibles y repartir odios instantáneos, cruzar negocios, traficar influencias, atar rivalidades, una y otra vez, en repetidos desayunos, en los corredores de palacio o largas comidas. Quizá sean, esas elites renombradas como La Clase Política y a la que se deben añadir sus adláteres difusivos, el grupúsculo que manifieste los más claros síntomas que inducen la decadencia que los mexicanos padecen.
Una vez que Rafael Ponfilio Acosta renunció, a pesar de los apoyos sembrados por priístas y panistas enroscados, la ferocidad de los columnistas se volteó sobre el jefe de Gobierno de la gran ciudad. Mucho ha molestado a escribanos, académicos reaccionarios y ciertos editores de diarios capitalinos, la decidida postura de Marcelo Ebrard. Primero por rehusar atender las reiteradas sugerencias de distanciarse de AMLO, como oculta sangría adicional de la visión alternativa. Después, por haber designado, como su preferencia para delegada de Iztapalapa, ¡oh sorpresa! a Clara Brugada, cuando otros la dieron por muerta. No porque sigue el guión marcado por Obrador, sino porque ésa fue la voluntad expresa de los votantes, muy a pesar de las maniobras y complicidades del TEPJF y de aquellos que soñaron con la continuidad de su clan delegacional. Asunto que ha sido la indigesta comidilla de otros muchos interesados de los medios.