Opinión
Ver día anteriorDomingo 13 de diciembre de 2009Ver día siguienteEdiciones anteriores
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El riesgo de los testigos protegidos
C

on las muertes recientes de dos testigos protegidos de la Procuraduría General de la República (PGR) –el ex inspector de la Policía Federal Édgar Bayardo, ejecutado en una cafetería de esta capital el pasado primero de diciembre, y Jesús Zambada Reyes, el hijo del presunto narcotraficante Reynaldo Zambada García que apareció ahorcado en una casa de seguridad de la procuraduría–, han vuelto a quedar al descubierto las deficiencias estructurales que acusa el empleo cada vez más recurrente de esa figura jurídica dentro de la estrategia gubernamental de combate al crimen organizado. Son reveladoras, al respecto, las declaraciones vertidas al respecto por la magistrada federal Lilia Mónica López Pérez, quien ha documentado que al menos 80 por ciento de los testigos supuestamente custodiados por la PGR en 2002 no pudieron sostener sus testimonios ante las instancias judiciales debido a que fueron asesinados o bien abandonaron el programa de colaboradores y se desconoce su paradero.

El empleo de testigos protegidos ha cobrado relevancia en años recientes, a la par del desarrollo de la guerra contra el narcotráfico emprendida por el calderonismo hace 36 meses. De 2002 a 2009, la PGR cuadruplicó el número de estos colaboradores –de 99 a 411–, cuyas declaraciones sustentan muchos procesos que se siguen contra miembros de los cárteles de la droga. También han sido elementos claves para las pesquisas realizadas en el contexto de la Operación Limpieza contra funcionarios federales presuntamente coludidos con el narco.

No obstante, y como han señalado distintos especialistas en la materia, el uso abusivo de esa figura jurídica se ha convertido en un pretexto para soslayar las pesquisas policiacas y las labores de inteligencia en el combate al crimen, y plantea el riesgo de que la procuración de justicia en el país obedezca, en última instancia, a traiciones y revanchas entre los distintos grupos delictivos.

Por añadidura, las muertes que se comentan revelan la ausencia de normas sobre la seguridad que las instituciones policiacas deben proporcionar a sus testigos, si es que no implican además una complicidad con las bandas de criminales que se proponen eliminarlos.

Sea como fuere, el actual programa de testigos protegidos acusa severas fisuras y debilidades que deben ser corregidas. No se pretende sostener que las autoridades abandonen del todo estos programas, pero en la medida en que estos testimonios se continúen empleando como un sucedáneo de las acciones de inteligencia policiaca, y mientras no sean acompañados de medidas de saneamiento y moralización de las corporaciones de seguridad pública y procuración de justicia, seguirá latente el riesgo de que estos programas sigan redituando más beneficios a los presuntos delincuentes que a la sociedad. Por lo pronto, según se desprende de los datos mencionados, el actual gobierno ha fallado en esta tarea.