ace pocos días, en un simposio organizado por varias agrupaciones dentro de las cuales destaca Iniciativa Ciudadana y Desarrollo Social (Incide Social, AC), recordé la famosa idea de Hannah Arendt acerca de la banalidad del mal. Durante dos días, a partir de cuatro escenarios –salud, cultura, urbanismo y sociedad–, público y expositores se dedicaron a reflexionar acerca de los orígenes de la violencia en México. Aunque no estoy seguro de la trascendencia de foros como el mencionado, sí estoy convencido de su necesidad. Frente a la incapacidad de nuestros políticos, la ciudadanía tiene la obligación de aproximarse a los orígenes de la violencia. Dado que es imposible avistar un escenario político inteligente y sano, la única vía para menguar la epidemia de brutalidad en la que se encuentra sumido nuestro país procede de la sociedad civil.
Lamentablemente ya estamos inmersos en el peor de los escenarios: nos hemos acostumbrado a la violencia. Lo que era impensable hace una o dos décadas, ahora es cotidianeidad. No sólo por el número de muertos, asaltos, vejaciones, secuestros y desapariciones, sino por las formas de la violencia. De ahí el recuerdo de Arendt. De ahí la frase que intitula este escrito y que proviene de las reflexiones de la filósofa judeo-alemana acerca de la banalidad del mal.
En 1961, Arendt cubrió para The New Yorker el juicio en Jerusalén de Adolf Eichmann. Aplicó el concepto banalidad del mal para referirse a las acciones de la SS: un mal sin maldad, irreflexivo, supeditado a los dictados del poder, que no era ni demoniaco ni desalmado, y, más que radical, superficial. Muchos nazis, incluyendo a Eichmann, sostenían que nunca fueron responsables: sólo cumplían órdenes. Llenaban los trenes de judíos y de seres no deseados porque así se les exigía; seguir las órdenes los eximía de toda responsabilidad. Desde entonces, y antes también, la banalidad del mal es una peste vigente que vive en y entre algunos de nosotros y adquiere diversos rostros de acuerdo al origen del verdugo y de la víctima.
La multiplicidad de los genocidios que siguieron al Holocausto, o las matanzas que se llevan a cabo hoy en día, como la de Darfur, son ejemplo de la inmanencia de la banalidad del mal. Esa enfermedad no se ha erradicado. Permanece, a pesar de que la violencia, como explican los expertos, tiene una construcción social. La imposibilidad para detener la violencia expone el fracaso de la sociedad, de la política, de los modelos económicos y de la cultura. Y, lo que es peor: la violencia no sólo permanece, se recrudece.
Permanece porque es probable que la idea kantiana acerca de que el mal está determinado ontogénicamente sea más cierta que la teoría de la construcción social de la violencia. Se recrudece porque lo banal importa poco; lo banal es trivial, común e insustancial. Ésa es la realidad: la violencia es banal, no es más que otra noticia u otra página del periódico. Al lado de las notas que hablan de la violencia, la información acerca del mundo sigue siendo idéntica. El triunfo de la violencia radica precisamente en que nos hemos acostumbrado a ella. La consecuencia es nefasta. La violencia se ha instalado en la cotidianeidad de las personas: Trinidad Tobago 5, México 0, cuerpos mutilados de mujeres jóvenes en terrenos baldíos de Ciudad Juárez, Juanito para presidente de México, una niña desaparecida, cárcel a las mujeres que aborten bajo la égida de Fidel Herrera, cinco decapitados en Morelia.
La banalidad del mal y de la violencia comparte lecturas. Una se nutre de la otra. Cuando uno no es responsable del mal que genera, como sucede con tantos sátrapas encarcelados, o cuando matar deja de ser suficiente y es necesario decapitar o infligir sufrimientos inimaginables porque el sueldo o el rencor lo ameritan, es obvio que la alianza entre mal y violencia ha triunfado. No hay con quién dialogar y, en la mayoría de los casos, la culpa –no me atrevo a hablar de responsabilidad– no existe.
El panorama es sombrío. Ante el estrepitoso fracaso de los modelos políticos, religiosos y económicos, lo peor que puede suceder es que la sociedad se acostumbre cada vez más a la violencia, y cada vez más a otras formas más detestables y más agresivas de brutalidad. La discusión no se centra en si hoy el hombre es más cruel que antes. El meollo del discurso radica en la violencia como costumbre y en la interpretación de quienes la ejercen: banal, trivial, insustancial y, en muchas ocasiones, lo que es peor, necesaria y justificada.