rece años atrás el interés de amplios sectores sociales nacionales e internacionales estaba centrado en acompañar el proceso de diálogo y negociación entre el EZLN y el gobierno federal. Tras el sabotaje del diálogo por parte del Estado mexicano y la cadena de decisiones tomadas para derogar
, en los hechos, la Ley para el Diálogo, la Negociación y la Paz Digna en Chiapas, nos encontramos con las vías de la contrainsurgencia claramente delineadas. Por una parte, se consolidó la presencia militar en la región, cuyas actividades y retenes no merecen informe oficial alguno; su presencia ya no sólo busca cercar e intimidar a las bases zapatistas, sino que se despliega hacia otros objetivos, conectando con la justificación
que el Ejecutivo federal ha definido para todo el país. ¿De dónde y con qué fines se alimentó la campaña de rumores sobre la supuesta inminencia de un estallido
en Chiapas cerca del 20 de noviembre?
La estrategia se dirigió también al corazón del proyecto zapatista representado en las juntas de buen gobierno, emblemáticas dentro de las experiencias de autonomía en nuestro país y en América Latina, y cuya base jurídica está plenamente respaldada en la Declaración de Naciones Unidas sobre Derechos de los Pueblos Indígenas y el convenio 169 de la OIT.
De pronto y por los mismos días, el 19 de noviembre resultó que el pleno de la 63 Legislatura chiapaneca aprobó la creación de la comisión especial ante la realidad de las juntas de buen gobierno, a propuesta de la Junta de Coordinación Política
, con base en la solicitud
de unos representantes y habitantes de las juntas de buen gobierno
en la que habrían señalado: ante la espera e incumplimiento de los acuerdos de San Andrés, hemos acordado como mexicanos que el ejecutivo de Chiapas retome y cumpla los puntos que le competen de dichos convenios en el ámbito de sus atribuciones constitucionales
.
Incluyeron, asimismo, la elaboración de reglamentos comunitarios, compatibles con las legislaciones nacional y estatal
, así como la definición de estrategias para la satisfacción de las necesidades humanas más fundamentales de los pueblos autónomos, mediante la aprobación de un presupuesto digno, establecido como ley ante el Congreso local, el cual sería otorgado a la estructura organizativa de cada junta y administrado por la misma de acuerdo con sus usos y costumbres
.
Todos los elementos anotados encierran la intención de intervenir legal
y abiertamente en las juntas, dado el fracaso de la estrategia gubernamental federal y local para vencerlas y dividirlas con recursos públicos. No ha sido fácil avanzar en ese contexto y el costo ha sido alto, porque en estricto sentido esas comunidades indígenas zapatistas, como los pueblos de todo el país, tienen derecho a recibir recursos públicos.
Recordemos que ése era el sentido de la propuesta de la Cocopa, mutilada en la contrarreforma de 2001: reconocer a las comunidades como instancias de derecho público. Sin embargo, dado el contexto de suspensión del diálogo y el evidente propósito del Estado de vaciar de sentido al EZLN, éste mantiene su distancia absoluta con los gobiernos federal y local, mientras construye su autonomía en los hechos.
Por ello, y con justa razón, las cinco juntas de buen gobierno zapatistas desmintieron y desautorizaron la supuesta petición de reconocimiento constitucional
de personas que no los representan , y señalaron: no necesitamos que nos reconozcan los malos gobiernos, que no son del pueblo; ya somos reconocidos por nuestros pueblos que nos eligieron y por muchísimos pueblos a nivel nacional e internacional
, y agregaron que en su momento exigieron a los tres poderes de México que se haga ley sobre nuestros derechos y cultura indígenas; esos tres poderes nos mandaron a la basura. No sabemos bien leer ni escribir, pero sí tenemos memoria
(La Jornada, 27/11/09).
La enérgica respuesta zapatista y sus elecciones próximas desarticularon esta iniciativa, e inclusive hasta el gobernador Juan Sabines se deslindó, no obstante que es poco creíble que fuera ajeno.
Lejos estamos de que existan las condiciones para retomar el camino del diálogo del EZLN con el Estado mexicano. Persiste la hegemonía política de quienes optaron por la contrarreforma indígena en 2001, porque alcanzar la paz al costo de otorgar poder real a los pueblos indígenas era contrario al sentido del proyecto neoliberal asumido.
En correspondencia con esta decisión de Estado se mantiene la ficción de la vigencia de la estructura de un diálogo suspendido indefinidamente mientras se aplican las muy viejas recetas de contrainsurgencia. De ellas forman parte los actuales remedos de políticas indigenistas banales para evadir el sentido original de los acuerdos de San Andrés sobre derechos de los pueblos indígenas, que requerían la reforma en serio del Estado como condición para la autonomía.