Opinión
Ver día anteriorSábado 5 de diciembre de 2009Ver día siguienteEdiciones anteriores
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Esclavitud y descomposición
E

l operativo realizado el pasado jueves por las autoridades capitalinas en el Hospital Santo Tomás-Los Elegidos de Dios, un local que funcionaba como supuesto centro de rehabilitación contra alcoholismo y drogadicción, pero en el que se mantenía retenido a un centenar de personas –en su mayoría indígenas e indigentes— en condiciones de esclavitud y explotación, ha arrojado luz hacia un conjunto de prácticas delictivas, inhumanas y denigrantes que tienen como telón de fondo los exasperantes rezagos sociales que recorren el país, y en los que confluyen la falta de escrúpulos de los particulares encargados de operar estos supuestos centros de asistencia y la presumible responsabilidad, ya sea por acción o por omisión, de las autoridades correspondientes.

En primer lugar resulta obligado cuestionar por qué el gobierno capitalino tardó tanto en dar respuesta a las distintas denuncias de testigos, víctimas y organizaciones sociales, y tomar cartas en un asunto que, de acuerdo con un oficio firmado por la asociación civil El Caracol y la Red por los Derechos de la Infancia en México, era del conocimiento de las autoridades desde hace al menos seis meses.

Tal inacción ante algo que al parecer era un secreto a voces hace que surjan preguntas en torno a una voluntad de ocultamiento, si no es que una complicidad entre los operadores de esta fábrica clandestina y las autoridades.

Las condiciones de explotación, hacinamiento, abuso y desamparo que padecían las víctimas recluidas en esta granja son motivo de indignación adicional si se toman en cuenta los señalamientos realizados por distintos organismos no gubernamentales, por testigos y por los propios encargados del local, de que algunas de estas reclusiones obedecían a prácticas de limpieza social –una de cuyas vertientes es el retiro de la vía pública de personas consideradas non gratas, según el Diagnóstico de Derechos Humanos del Distrito Federal–, y que contaban con el respaldo de elementos policiales. Si esto es así, se estaría asistiendo a la aplicación de una práctica criminal e inadmisible bajo cualquier régimen –en especial en uno que se reclama de izquierda y se dice comprometido con las necesidades sociales más acuciantes–, y lo menos que podría esperar la ciudadanía es que se investigue y sancione a los responsables, incluso dentro de las corporaciones policiales y del conjunto de la administración local.

Por lo demás, el episodio ha puesto en perspectiva el estado de anarquía imperante en la vigilancia sobre este tipo de lugares, circunstancia que se ve acicateada por la incertidumbre y el desorden administrativos, y por la actitud errática y evasiva de las instancias públicas encargadas de regularlos. Esta situación hace inevitable el planteamiento de preguntas adicionales en torno a la identidad de los propietarios de tales locales, la procedencia de los fondos con que operan, la existencia o no de apoyo de las autoridades correspondientes hacia estos centros y el destino de los recursos obtenidos por el producto del trabajo que ahí se desarrolla en condiciones de esclavitud.

La respuesta a cada uno de esos cuestionamientos, así como una investigación amplia, transparente y de cara a la sociedad sobre este tipo de centros de rehabilitación, son elementos pertinentes y necesarios, pues es probable que en estos momentos pudieran estarse desarrollando experiencias similares en la propia capital o en cualquier otro punto del país.

Las consideraciones referidas abren la perspectiva de que el caso de Los Elegidos de Dios constituya sólo la punta del iceberg de un problema mayor, lo cual permitiría ponderar el grado de violencia y descomposición social y moral en que está inmerso el país como resultado del crecimiento de la pobreza, la marginación, la desigualdad, y también la insensibilidad de las autoridades de los distintos niveles para combatir tales fenómenos en sus causas originarias.