Violines en el cielo
a Muestra Internacional de Cine cierra su programación, sin mayor riesgo o sorpresa, con Violines en el cielo (Okuribito), del japonés Yôjirô Takita, éxito garantizado, próximo a estrenarse en la cartelera comercial, y galardonado el año pasado con el Óscar a la mejor película extranjera (desplazando en la categoría a Vals con Bashir, de Ari Folman, y a La clase, de Laurent Cantet, obras de autor sin atractivo mayor para el criterio hollywoodense).
Takita, un hábil artesano fílmico, cuya obra como director abarca más de 40 títulos y opciones genéricas para todos los gustos, de la comedia a las artes marciales, hasta el cine erótico, sorprende con su incursión lírico-sentimental en el territorio de las viejas tradiciones culturales japonesas. El tema de su cinta es el embalsamiento de cadáveres como un oficio incomprendido y despreciado que puede, sin embargo, alcanzar los niveles del virtuosismo artístico.
La cinta se inicia en tono de comedia, levemente satírico, que recuerda por momentos al cine de su compatriota Juzo Itami (Tampopo). Un provocador elogio del refinamiento queda ligado a las faenas de preparar un cadáver para la cremación, atendiendo a la sensibilidad de los familiares. No es un azar que la referencia insistente a la comida, ingestión cotidiana de carne animal, esté ligada en la cinta a entender la materia humana como un producto perecedero, cuyo manejo final no debiera provocar mayor repulsión o escándalo.
La ceremonia (nokan) a la que invita el embalsamador (nokanshi) tiene un valor estrictamente espiritual y supone el acompañamiento digno del difunto a su última morada. El rechazo que provoca una faena ligada a la descomposición y fetidez del cuerpo (ese trabajo que nadie desea hacer
) y el ennoblecimiento final del mismo por el arte del embalsamador los narra Takashi con gracia y acierto a través de una vigorosa relación de maestro y discípulo.
El joven Daigo, desempleado luego de la quiebra de la orquesta en la que era chelista, acepta por equivocación el trabajo ingrato de limpiar y preparar cadáveres para las funerarias, volviéndose objeto de la repulsa de sus seres más cercanos. Lo que sigue es tan previsible como el desarrollo mismo del ritual funerario. La película, que había sostenido un buen equilibrio entre drama y comedia, anotándose más aciertos en este último registro, naufraga en la solemnidad y la sensiblería, tentación que evitó cuidadosamente un director como Itami en un tema similar (El funeral).
A medida que la película se encamina a su desenlace, los personajes se vuelven arquetipos acartonados, emblemas de devoción, sacrificio y entrega heroica a la faena artística. La fotografía se embelesa con los clichés de un abandono artístico en el marco de la naturaleza prodigiosa (montañas, cielo abierto, aves surcando el firmamento, el joven chelista entregado por completo a su vocación primera). La promesa de una película delicada y sensible se transforma en materia oscarizable, para arrobo de espectadores cautivos y decepción de quienes pensaron encontrar un tratamiento original para un tema fascinante.