Opinión
Ver día anteriorDomingo 22 de noviembre de 2009Ver día siguienteEdiciones anteriores
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Entre el fracaso y la desvergüenza
¡Q

ué daño hace el poder! Nubla la vista. Oscurece el entendimiento. Confunde a la razón. Y, lo peor de todo, ofusca al corazón. Político o económico, lo mismo da. La recuperación de la economía estadunidense todavía no está garantizada.

Menos aún la de nuestra golpeada economía, una de las más -si no es que la más- en esta terrible coyuntura de crisis financiera y de retracción económica. Allá y acá. Allá porque de los 154 millones de personas que conforman la fuerza civil laboral (de 16 años o más, que no están en la fuerzas armadas ni en reclusorios u hospitales, y que tienen empleo o lo buscan activamente), cerca de 16 millones están reconocidos oficialmente como desempleados, en virtud de que durante cuatro semanas no han trabajado ni han encontrado trabajo.

Y de éstos, sólo de enero de 2008 a octubre de 2009 fueron lanzados al desempleo poco menos de 8 millones. Es decir, la mitad de los desempleados actuales del vecino país, son producto de la actual crisis.

Muchos de ellos –cifras oficiales lo aseguran– migrantes nuestros. Nuestros y de nadie más. ¿Y los otros? Bueno, pues los otros 8 millones son producto del propio desarrollo económico, si aún se le puede denominar así a ese remedo de proceso. Y acá porque de los 46.8 millones que conforman la población económicamente activa (PEA) en el tercer trimestre de este difícil año 2009, casi 3 millones de personas están desocupadas, un millón 174 mil más que en el tercer trimestre de 2007.

Esta tremenda cifra del desempleo oficial sería mucho mayor si incorporáramos a las personas que, justamente del tercer trimestre de 2007 en adelante se han incorporado al trabajo informal. ¿Sabe usted de qué número se trata? Pues ni más ni menos que de 841 mil, que sumadas a las anteriores, dan un total de poco más de 2 millones de personas que han perdido su empleo o no lo encuentran, y se han visto obligadas a incorporarse a la informalidad. Y nada más de finales de 2007 a finales de 2009. El total no sería de 3 millones, sino de casi 4. Claro que me podrían argumentar –y con razón– que al número de personas que se lanzaron a la informalidad en estos dos años habría que descontarle las que, de ordinario, no tienen más remedio que irse a esta categoría de empleos.

Bueno, entonces y a manera de ilustración sencilla, quitemos a los 841 mil el promedio de los que se han incorporado a dicho sector en los terceros trimestre de los últimos siete años, de 2000 a 2009, lo que nos deja un total de 469 mil nuevos incorporados a la informalidad como resultado ya no de lo mal que ordinariamente funciona nuestra economía para dar empleo, sino de las deplorables condiciones recientes. No menos, pues, de un millón 643 mil personas. El total apenas varía un poco. Y, de nuevo, sin contar a aquellos ocupados en trabajos tan mal remunerados o tan explotados, que llevan semanas, meses, trimestres, semestres o años, buscando otro empleo mejor. Esto nos conducirá a la llamada tasa de presión general (TPGR) que es casi el doble de la tasa de desocupación oficial.

En el tercer trimestre de este año la tasa de desocupación oficial promedio fue de 6.29 por ciento. Y una estimación conservadora de la tasa de presión la ubicaría cerca de 12 por ciento para el mismo periodo. Casi 6 millones en búsqueda de un empleo o de uno mejor del que tienen. Y ya ni hablar de la tercera tasa que registra la dramática situación del empleo en México. Me refiero a la de ocupación parcial y desocupación, que en momentos críticos ha llegado a ser el doble de la de presión general. Y, todavía más, la tasa de ingresos insuficientes y desocupación, pese a las dificultades que implica el que ese ingreso se evalúa nominalmente y no realmente, en moneda constante.

Este último hecho, por cierto, resulta muy relevante. Pues cuando se agrupan los empleos por nivel de ingreso –normalmente en términos de salarios mínimos– es preciso estudiar esta agrupación, sin olvidar que actualmente, el salario mínimo es, apenas, el 28 por ciento del salario mínimo de por ejemplo, 1978.

Esto significa que de la población ocupada actualmente, poco más de 60 por ciento recibe hasta un salario mínimo de 1978. ¿Cree usted que este 60 por ciento de los ocupados oficiales –26. 3 millones de personas que representan cerca de 90 millones de habitantes– no desearía mejor empleo? Sólo eso, no más.

Este simple dato da razón del fracaso –tremendo, terrible y dramático– del llamado desarrollo económico nacional, centrado y concentrado hoy en la búsqueda de recursos para paliar esta situación. No más. Por eso, justamente por eso, ¡que los de las fanfarrias gubernamentales se moderen! ¡Que los de los festejos oficiales se tranquilicen! ¡Qué desvergüenza hacer celebraciones huecas en medio del drama! ¡Alabados y respaldados por los de su nómina! Nada más. De nuevo. El poder nubla la vista, oscurece el entendimiento, confunde a la razón. Y, lo peor de todo, sí, lo peor de todo, ofusca al corazón. Sin duda.