El último suspiro del Conquistador / XI
acinta llegó al hotel pasadas las cinco de la tarde y desde que entró a la pequeña recepción tuvo una mala corazonada. Pidió la llave de la habitación, subió y confirmó que su hombre no estaba allí, y supo de inmediato la razón por la cual se había ido. Se sintió furiosa consigo misma por haber propiciado el alejamiento de Andrés, se desesperó al preguntarse si lograría recuperarlo y se vio forzada a poner en la balanza, con plena honestidad, las razones por las cuales quería estar con él y los motivos por los que su ausencia le dolía: sentía, por una parte, una atracción animal y una empatía inmediata; se excitaba sólo con verlo y su presencia apacible la ponía de buen humor; pero, además, sabía que, por su profesión, Andrés le resultaba necesario para averiguar qué cosa había en realidad adentro de un frasco que había robado años atrás de la casa de un viejo almero chiapaneco. Lo primero tal vez sea irreparable, pero lo segundo se soluciona fácil
, pensó, entre sollozos, en un rápido ensayo por enderezar su circunstancia; lo que tengo que hacer es conseguirme otro científico
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En la última década del siglo XX empezó a divulgarse en México información sobre la transexualidad, como la definió Harry Benjamin en 1953, o disforia de género, como se le llamó posteriormente; muchos años antes, Rufino Vázquez Morgado, ciudadano mexicano nacido en el municipio de Libres, Puebla, había resuelto su problema al margen del conocimiento académico. Desde niño vivió desgarrado entre su personalidad femenina y los papeles sociales que le traía aparejados su cuerpo de varoncito. Él quería ser como una más de sus tres hermanas, a las cuales les usurpaba a escondidas la ropa interior; su mamá rezaba porque se resignara a seguir siendo él; su papá pretendía persuadirlo de que fuera ella, obligándolo a boxear en el gimnasio de atrás del rastro. No bien se hizo puberto, sus tíos Úrsulo y Fabián lo llevaron un domingo a desvirgar, con el acuerdo del padre y sin informar a la madre, a un burdelito por el rumbo de Teziutlán. Para Rufino, aquella desagradable vivencia fue la gota que derramó el vaso. Esa misma noche, cuando sus padres dormían, abrió la alacena y se robó el guardado de dinero que su madre escondía en un jarro detrás de la bolsa de azúcar. A la mañana siguiente, lunes, se arregló para ir a la secundaria pero en el camino se desvió, tomó el primer autobús del día con rumbo a la capital del estado y nunca volvió a pararse en su pueblo natal.
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A pesar del enojo, pese al país convulsionado y distinto que aparecía ante él, con todo y la sensación de encontrarse suspendido en un paréntesis de la existencia, Andrés pensaba en Jacinta: en sus arrebatos irracionales, en sus muslos magníficos y duros, en su desconsideración inocente pero sistemática, que lindaba con la crueldad, para con el resto del mundo. Y no podía dejar de especular sobre la facilidad con la que él podría sacar de la cabeza de ella la fijación con el frasco en el que Jacinta creía que podía encontrarse algo –la última exhalación, digamos– de Hernán Cortés, a condición, claro, de que él, Andrés, la encontrara a ella, y que ella encontrara su frasco. “Y entonces –pensaba–, cuando se dé cuenta de que ha estado obsesionada por un poco de mezcla de oxígeno y nitrógeno y nada más, se va a calmar, se va a quedar sin nada que perseguir y sin nada que la persiga, y tal vez se convierta en la mujer alegre y deschavetada, pero apacible, con la que me gustaría pasar el resto de mis días”.
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Tomás se resignó: en el mayor de los secretos fue llevado de Sevilla a Valladolid; en esa ciudad permaneció una semana exacta, escondido en un ala discreta del monasterio de Nuestra Señora del Prado y sin hablar con nadie, hasta que se presentaron ante él unos hombres embozados y de hábitos azul claro que, sin mediar palabra, lo sacaron en horas de la madrugada y lo llevaron, en una carreta cubierta, a la salida de Tordesillas. De allí, caballero en una mula zaína, fue guiado por El Carpio y Jarilla hasta llegar a una venta cercana a Cáceres, en donde fue desnudado por sus acompañantes anónimos y cubierto con ropas de mujer. Ajuareado de esa manera fue trepado a una carreta de colleras que siguió los viejos caminos de trazado romano (y que aún en nuestros días reproduce la autopista A-66) por Mérida, Almendralejo, Fuente de Cantos, Almadén de la Plata, Monesterio y Alcalá del Río, hasta las inmediaciones de Sevilla, en donde el carromato se desvió a la derecha para cruzar la meseta del Aljarafe y llegar a una residencia señorial en Castilleja de la Cuesta. Allí, los hombres de celeste condujeron a Tomás hasta el pie del lecho en donde su amo padecía sus últimos días horrendos.
Tomás sabía a lo que iba y se dejó conducir. Pero algo lo intranquilizaba: en las varias décadas que pasó al lado del Conquistador, no había vuelto a guardar un alma, y se sentía inseguro. Tal vez en ese tiempo se le habría perdido la destreza, e ignoraba si los frascos de vidrio soplado de los castilla funcionarían de igual manera que los tiestos de barro que los de su oficio utilizaban hasta la llegada de los hombres barbados.
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Cuando Iván salió de la bodega, dejando tras de sí el cadáver de don Rufina, le cayó encima todo el peso de su acción: se dio cuenta de que no podía regresar al pequeño departamento en el que ambos habían vivido, que no tenía a dónde ir y que, en su arranque de rabia homicida, había tirado por la borda su vida cómoda de los últimos años. Sin saber a dónde dirigirse, salió del mercado de La Lagunilla por Rayón, avanzó hacia el este, dobló a la derecha en Carmen y se perdió, en dirección al sur, entre el gentío que se disolvía en la tarde dominical.
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Al cabo de un rato, Jacinta se serenó. Puso en perspectiva su relación con Andrés y concluyó que éste no tardaría en buscarla, así fuera porque había invertido demasiado en ese romance como para retirarse de él sin patalear: había interrumpido sus estudios de doctorado, había vuelto a México y, con ello, había dado golpes demoledores a sus propios planes de vida. “No lo quiero vacilante –pensó Jacinta acerca de Andrés–. Quiero que esté a mi lado de manera incondicional, que me trague completa, que respire al ritmo de mis loqueras. Pero, por ahora, tengo que hacerme de otro científico. Si Andrés se entera, nunca volverá a alejarse”.
En un café Internet de la zona, Jacinta abrió una cuenta de correo electrónico y, acto seguido, en alguna de las páginas de contactos de la red, insertó un anuncio y lo firmó con el seudónimo Circe:
“Mujer joven, profesionista, guapa, apasionada y loca, busca hombre de entre 30 y 40, de buena presencia, de preferencia científico, y sin compromisos, o bien, un Odiseo dispuesto a olvidarse a su Penélope (y a su Telémaco, si existe). Escribir a [email protected]”.
(Continuará)
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