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Ratzinger-Benedicto XVI: fiel a su trayectoria
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os intentonas recientes reflejan su cerrazón doctrinal. Tanto en su aseveración de que la Iglesia católica es la única con autoridad para interpretar la Biblia, como en la invitación remitida a los obispos anglicanos para que regresen al seno de la catolicidad romana, Joseph Ratzinger-Benedicto XVI ha dejado constancia de un integrismo resistente a cualquier influencia exterior. Porque, para él, todo lo ajeno a sus convicciones confesionales es por definición erróneo y malévolo.

En un artículo anterior nos referimos a la declaración del Papa sobre que la Iglesia católica tiene la palabra decisiva en la interpretación de la Escritura (Benedicto XVI, el Concilio de Trento y la Biblia, La Jornada, 4/11), criticamos el absolutista dicho porque el mismo implica regresarnos al Concilio de Trento cuyo objeto fue combatir las reformas protestantes del siglo XVI. Por otra parte, y en línea con la anterior aseveración papal, está el llamado a los obispos anglicanos en desacuerdo con la que juzgan dirección liberal que el arzobispo de Canterbury (Rowan Williams) le ha impreso al cuerpo eclesial para que abandonen éste y retornen a la Iglesia católica. Los obispos anglicanos, que representan unos 35 millones de feligreses (casi la mitad de los anglicanos del mundo), ya dijeron que no a la generosa oferta hecha desde Roma.

Al suceder en el papado a Juan Pablo II (abril de 2005), Joseph Ratzinger levantó algunas expectativas optimistas en quienes le reconocían una sólida trayectoria como teólogo y filósofo. Entonces, por nuestra parte, escribimos que esas expectativas carecían de base al cotejarlas con la trayectoria de Ratzinger durante el prolongado periodo de Karol Wojtyla al frente de la Iglesia católica. Benedicto XVI ha confirmado plenamente que lo suyo es el conservadurismo a ultranza y un restauracionismo nostálgico por la preponderancia medieval que tuvo la institución que encabeza.

En mayo de 1990 salió a la luz la Instrucción sobre la vocación eclesial del teólogo, documento redactado por la Congregación para la Doctrina de la Fe, dirigida por Joseph Ratzinger. Allí se habla de la necesidad de que los teólogos católicos desarrollen su función reflexiva y docente en comunión con el Magisterio de la Iglesia, aunque en realidad el escrito aboga por la subordinación de aquellos a los pastores de la Iglesia que son sucesores de los apóstoles. A los teólogos se les niega el libre examen como valor bajo el cual puedan proteger su misión, ya que antes, desde la óptica de Ratzinger, está la autoridad eclesiástica a la que se deben someter los pensadores.

Una vez que la institución católica romana ha dejado plasmada una enseñanza, y su debida correlación moral, a los teólogos no les queda más que guardar y defender la postura oficial.

Bajo la presidencia de Ratzinger (1999) una comisión especial produjo el documento La Iglesia y las culpas del pasado, donde supuestamente la Iglesia católica reconocía sus faltas en la historia. Uno de esos capítulos, al que se refiere la declaración, tiene que ver con la división de los cristianos en el siglo XI y el siglo XVI. El primer caso es el de la ruptura entre la Iglesia de Occidente y la Iglesia de Oriente. Para los ortodoxos quien rompió la unidad fue la pretensión católico-romana de la primacía del obispo de Roma, su anhelo de ser autoridad sobre los demás obispados surgidos entre los siglos II y III. De esto el escrito aludido no dice nada, solamente reivindica el argumento, insostenible desde mi punto de vista, de que en Roma se localiza la verdadera sucesión apostólica, ambición que surgió tardíamente y sin bases en la Iglesia primitiva y siglos posteriores. En lo que respecta a los acontecimientos del siglo XVI, la Reforma, nada más menciona que hubo controversia en campos como los de la revelación y de la doctrina. Para nada hay alusión a los excesos de Roma y su torpe manejo de la disidencia de Lutero.

La Congregación para la Doctrina de la Fe emitió en agosto de 2000 la Declaración Dominus Iesus (Señor Jesús). Para que no quepa duda de su ortodoxia católica romana, Ratzinger se refiere a la institución, de la que ahora es Papa, en los siguientes términos: “Los fieles están obligados a profesar que existe una continuidad histórica –radicada en la sucesión apostólica– entre la Iglesia fundada por Cristo y la Iglesia católica. Esta Iglesia, constituida y ordenada en este mundo como una sociedad, subsiste en la Iglesia católica, gobernada por el sucesor de Pedro y por los obispos en comunión con él”. De aquí que los diálogos con otras confesiones cristianas, ortodoxas y protestantes no tomen a los otros como interlocutores en plano de igualdad, sino que les tengan por remisos cuya única posibilidad de redención es someterse a los dictados de Roma.

Muchos más ejemplos pueden citarse para exponer la trayectoria divergente del Concilio Vaticano II que ha caracterizado a Benedicto XVI. Él es un decidido adversario de la laicidad del Estado, quiere que éste sea un contribuyente para la restauración de principios éticos sostenidos por la Iglesia católica.

La diversidad, dentro y fuera de sus dominios, le causa franca molestia y anhela el regreso a épocas doradas del pasado. Doradas desde su perspectiva, pero oscurantistas para quienes padecieron la maquinaria represora eclesiástica que buscaba mantenerlos en el redil.