John Rabe
n el capítulo de las biografías sentimentales, políticamente correctas, el tercer largometraje del alemán Florian Gallenberger es particularmente emblemático. Durante la segunda guerra sino-japonesa (1937-1945), el ingeniero alemán John Rabe (Ulrich Tukur), funcionario afiliado al Partido Nacional Socialista y empleado de la empresa Siemens, se vuelve protector humanitario de 200 mil habitantes chinos en la ciudad de Nankin, asediada por los bombarderos nipones.
La alianza de facto entre Japón y la Alemania de Hitler brinda un buen margen de maniobra a Rabe para interceder por la gente que protege. En una escena crucial, durante un ataque aéreo a la población civil, el ingeniero coloca a muchos habitantes bajo una inmensa bandera nazi para resguardarlos de las bombas.
Un médico estadunidense antifascista (Steve Buscemi), renuente a todo trato con Rabe; una joven filántropa francesa (Anne Cosigny) y un joven judío alemán (Daniel Brühl), aceptan colaborar con él en una estrategia de mayor envergadura: la creación negociada de una zona de seguridad que proteja de renovadas incursiones militares a los 200 mil ciudadanos chinos.
La cinta está basada en el libro Un buen hombre de Nankin: los diarios de John Rabe, que recopila los diarios que el ingeniero escribió en 1937 y en los que detalla las dificultades para salvar a miles de personas durante las masacres de Nankin. Irónicamente, al finalizar la Segunda Guerra Mundial, el celoso protector de una raza considerada inferior fue apresado y sólo tiempo después pudo librarse del estigma de su condición de nazi para quedar reducido al silencio y al olvido hasta su muerte, en 1950.
Este héroe alemán del pueblo chino se ha vuelto, de modo inevitable, un nuevo Oscar Schindler, y el tratamiento fílmico a que somete su figura el alemán Gallenberger apenas se distingue del melodrama manipulador de la cinta de Steven Spielberg, La lista de Schindler, recuento de las hazañas humanistas de otro nazi arrepentido.
Sería absurdo reprochar al realizador alemán su recurso al melodrama para referir una historia real que contiene fuertes elementos de heroicidad y patetismo. Lo que sí resta fuerza y trascendencia a la película es su apego a convenciones narrativas y a un manejo de personajes y situaciones que raya en la obviedad y en ocasiones en el mal gusto.
¿Habría perdido impacto dramático la cinta sin la truculencia de exhibir cabezas cercenadas y cuerpos descuartizados de las víctimas de la ferocidad japonesa? ¿El catálogo de infamias, vuelto espectáculo, añade alguna calidad al trabajo? ¿Se aceptaría la barbarie mostrada en Noche y niebla, de Alain Resnais, sobre los campos de exterminio nazi, o La sangre de las bestias, de Georges Franju, sobre la faena de los mataderos en París, en otro género que el documental? Detallar de modo complaciente el horror de una masacre en una cinta de ficción sólo puede ser signo de pobreza moral o de ignorancia.
Florian Gallenberger desvirtúa sus mejores intenciones con los alardes de una gran producción y la penuria de un punto de vista en deuda con lo más trillado del cine hollywoodense.