ay muchos debates abiertos en torno a la situación económica, desde que se reveló la crisis a escala internacional en septiembre de 2008. Se discute acerca de la especulación, la quiebra de bancos comerciales y de inversión, y de las compañías de seguros. Se trata de los planes gubernamentales de intervención para salvar a las empresas financieras, de la inyección de dinero en los mercados, de la acumulación del déficit fiscal. Se habla de la recesión y el desempleo, de las tasas de interés y los programas de estímulo al consumo y la inversión.
El estado mismo de la economía como fuente de conocimiento del modo en que funciona una sociedad de mercado y de la naturaleza y el efecto de las políticas públicas está fuertemente cuestionado.
En otros momentos, por ejemplo, a mediados de la década de 1970 la polémica giraba alrededor del aumento de los precios en medio de la caída de la producción, lo que se llamó estanflación. En 1976 el valor la libra esterlina se colapsó por efectos de la especulación. Poco tiempo después, a principios de los años de 1980, el tema fue la mundialización de las finanzas y la crisis de endeudamiento externo de países emergentes; luego las crisis financieras en Asia o en México en los años de 1990.
Pero estos episodios, entre muchos otros, no provocaron el cuestionamiento de tipo integral del modo en que opera el sistema económico. En cambio, llevaron a profundizar la operación de los mercados como si fuesen un mecanismo de relojería de precisión. Pero no lo son. Así se forzó el ajuste de las personas, de los grupos y de las empresas al juego –un juego demasiado serio– de los precios en el marco de las cada vez más grandes desigualdades económicas, sociales y de poder.
La concentración del capital, la riqueza y el ingreso se ha hecho mucho mayor. En un escenario de menor regulación y de privilegios crecientes la crisis se gestó en campo fértil.
Desde el periodo de 30 años que abarcó dos guerras mundiales y la gran crisis económica de 1929, no se había puesto en entredicho de modo tan patente el modo en que se piensa la economía, cómo es que opera y el papel que debe tener el gobierno. La atracción de Thatcher y Reagan se ha debilitado.
Esta polémica apenas empieza y no hay seguridad de que llegará a la extensión y profundidad que se requiere. No hay disposición política para hacerlo, ni un entorno intelectual que lo permita. Es también tiempo para pensar en esta dimensión de la sociedad actual.
Mucho de lo que se plantea en los medios públicos, en las entidades gubernamentales y los organismos multilaterales es tremendamente hueco y convencional. No se arriesga con las ideas del mismo modo que con el dinero y el capital. Esa diferencia es muy costosa. Seguramente habrá planteamientos ingeniosos e ideas más profundas, mantenidas de modo soterrado por los establishments
de distintos niveles. No será, por cierto, la primera ni la última vez que eso ocurra.
Una de las fallas más conspicuas que está en los orígenes de la crisis fue la debilidad de las prácticas de la regulación de las transacciones financieras que llevaron a los excesos siempre asociados con la especulación.
Esa falla no fue necesariamente por la incapacidad de los responsables de regular el sistema; estaba más allá: en las concepciones ideológicas de los años de 1980, asociadas con las secuelas de una liberalización amplia que, por un lado, adjudicaba una racionalidad tan extensa a los individuos en su participación en el mercado de modo tal que estos últimos se autorregularían y, por otro, postulaba la irrelevancia de la acción pública. Se basaba, igualmente, y de modo no trivial, en una concepción de la sociedad basada en los privilegios y en arreglos políticos finalmente generadores de conflictos.
Los economistas construían sofisticados modelos de ajuste automático de los mercados y predicaban sobre la irrelevancia del gobierno, y los políticos hacían profesión de fe y pasaban muchas leyes. Hoy, en un país como Estados Unidos, otra vez el epicentro de la crisis, las disputas entre conservadores y liberales muestra lo fangoso del terreno de las ideas y del ejercicio de la política. El ambiente no está para un nuevo Maynard Keynes y tampoco para otro Franklin Roosevelt. La sequía es grande.
Las pretensiones científicas de la economía están severamente cuarteadas, pero la resistencia al cambio será muy fuerte pues hay demasiado en juego. De la racionalidad en que se basaron las teorías del comportamiento de los individuos se ha vuelto a la consideración de las expectativas luego de casi un siglo en que Keynes las introdujo como parte esencial de su forma de pensar. Pero este discurso es incómodo para el gremio, muy incómodo.
Introducir los cambios de pensamiento será también arduo en las prácticas de gobierno y el diseño y aplicación de las políticas públicas. Esto puede verse en las dificultades de Obama para avanzar las reformas en la regulación, para gestionar el dinero destinado a las instituciones financieras y prevenir más quiebras, siempre a costa de los ciudadanos que pagan impuestos, sea hoy o después. Lo mismo se advierte en Gran Bretaña, en España o en México.