esulta fascinante conocer la historia de las colonias que han ido conformando la actual urbe capitalina. Como bien sabemos, hasta mediados del siglo antepasado lo que hoy llamamos Centro Histórico fue la ciudad de México. El crecimiento de la población, en la segunda mitad del siglo XIX, generó la necesidad de desarrollar nuevos asentamientos.
El 24 de enero de 1902, Edward Walter Orrin, el empresario que fundó el célebre Circo Orrin, casa del famoso payaso Bell, informó al Ayuntamiento que había adquirido un terreno llamado Potrero de Romita, con el propósito de establecer en él una colonia dotada con todos los servicios. Asociado entre otros con Pedro Lascuráin, cuya familia era dueña de los terrenos, con Cassius Lamm y con el hijo de Porfirio Díaz, tras una serie de ajustes en los planos, finalmente se iniciaron las primeras obras de infraestructura.
Los fraccionadores anunciaban los terrenos como los más pintorescos y sanos
de la ciudad. El diseño urbano fue verdaderamente innovador: calles amplísimas, muchas de ellas de 20 metros de ancho, con camellón central, bellamente arbolado, al igual que las generosas banquetas. La avenida principal, entonces llamada Jalisco, hoy Álvaro Obregón, hasta la fecha es lujosa, con sus 45 metros de anchura y su doble hilera de magníficos arboles, muchos de esa época.
Los lotes originales eran para mansiones: los grandes tenían entre mil y cinco mil metros cuadrados. Los frentes de 25 hasta 37 metros y entre 52 y 60 metros de fondo, permitían construir casonas y jardines espléndidos, con espacio para caballerizas o bien edificios de departamentos con calles privadas. Los lotes medianos eran de 600 a mil metros y los pequeños ¡de 400 a 600 metros cuadrados! Esto propició que los más opulentos adquirieran ahí sus terrenos y contrataran a los mejores arquitectos, para que les construyesen magníficas residencias estilo parisino y así se hizo, como todavía podemos ver, por las pocas que se salvaron de la fiebre destructora que nos ha caracterizado.
Una de ellas, cuya construcción concluyó en 1911, la mandó edificar Lewis Lamm para su familia, pero nunca la ocuparon. Se la rentó a una orden religiosa que estableció ahí el colegio francés para varones. Después la compró la familia García Collantes, dueños hasta 1990, en que se adquirió para ser la sede del Centro de Cultura Casa Lamm.
Impulsado por las dinámicas y guapas hermanas Claudia y Germaine Gómez Haro, se ha logrado crear un espacio plural para el estudio y difusión de las artes. La hermosa construcción afrancesada, que conserva buena parte de la decoración original, ofrece maestrías, talleres, diplomados, presentaciones de libros, conferencias y presenta exposiciones de arte.
En estos día expone su obra Luis Urrutia, un ingeniero industrial con notable talento artístico, que en su obra combina ambas vocaciones. Sus trabajos actuales se podrían calificar como picto-relieves, que integran la luz como evocación poética. Sus esculturas en bloques de concreto translúcido con piezas de obsidiana incrustadas, transmiten fuerza y sensualidad.
Tras la visita a la exposición, todavía con el ánimo exaltado, hay que calmarlo en la librería hojeando los magníficos libros de arte que ofrece, o de plano ir a pasar un buen rato en la biblioteca, que tiene un acervo de casi 12 mil volúmenes y 681 videos. Aquí se encuentra el archivo fotográfico que integró Manuel Álvarez Bravo para Televisa.
Como tiene que ser, la Casa Lamm cuenta con un buen restaurante, que ocupa una luminosa construcción contemporánea, que se edificó en parte del antiguo jardín de la residencia. Hay sabrosos desayunos, comidas y cenas. Le voy a mencionar mis platillos favoritos: el trío de ceviches, la famosa sopa de lima yucateca, el ribeye ennegrecido con pirul y chiles secos y de postre la bomba Lamm, que es una trufa con cajeta. También hay torta de milanesa y emparedados, por si está magro el apetito o el bolsillo.