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Entre sumisión y rebeldía (Una historia sin nombres) Armando Bartra Hace 25 años el grupo gobernante emprendió un unilateral desarme económico que dejaba al agro mexicano desprotegido frente la competencia del exterior, mientras el que el poeta llamó “ogro filantrópico” desertaba de sus compromisos rurales. Ante el vendaval, los campesinos diversificaron aún más sus estrategias de sobrevivencia, entre ellas la emigración remota, y en muchas regiones la proverbial abundancia de mano de obra devino escasez. En el mismo lapso pasaron de luchar por la tierra a bregar igualmente en el terreno de la producción y comercialización, para culminar reivindicando la soberanía alimentaria extraviada. El hilo conductor de las luchas sociales de la posrevolución es el esfuerzo por librarse de una sumisión al Estado que devino cultura. Trajín que en el caso de los campesinos e indígenas cobra sucesivamente la forma de combates por la independencia política, por la autogestión socioeconómica y por el autogobierno local y regional. Y es que en México el sector público controlaba el acceso a los principales recursos de la producción económica, generaba los principales servicios básicos y participaba ampliamente en la fabricación y distribución de los más diversos bienes. Igualmente férreo era el poder de la llamada “familia revolucionaria” sobre las instituciones políticas, las organizaciones gremiales, el sistema educativo, los medios de comunicación y los ámbitos de la producción y distribución de la cultura. Espejismo de emancipación librecambista. En este contexto, la llamada “reforma de la reforma”, operada en el agro a mediados de los 80s por los tecnócratas promotores de las políticas de apertura comercial y desregulación llamadas “neoliberales”, representa un quiebre histórico para un campesinado que durante 65 años había vivido a la sombra del agrarismo hecho gobierno. Pero la coyuntura es también iluminadora, porque en ella se muestran luces y sombras de la llamada “apropiación del proceso productivo” como eje de organización y lucha de los pequeños y medianos agricultores mercantiles. Impulsada por los grupos rurales autodenominados autónomos, la propuesta se presenta como un paso más en los esfuerzos por desembarazarse del paternalismo estatal, no sólo pugnando como antes por la independencia política sino también desarrollando la autogestión económica. Sin embargo, la pretensión de que la eficiencia productiva emancipará a los pequeños agricultores resulta frustrante, porque la libre concurrencia no es por sí misma liberadora, y porque en verdad se trata de un espejismo, pues los mercados están intervenidos por monopolios, de modo que sin la participación reguladora del Estado la pretendida “mayoría de edad de los campesinos” autogestionarios deviene acta de defunción. ¿Aliarse con el gobierno para autonomizarse del Estado? La presunta liberación librecambista no sólo fracasa como estrategia socioeconómica, también conlleva un severo descalabro político. La coyuntura que se presenta tras la fraudulenta elección presidencial de 1988 dramatiza la histórica tensión entre rebeldía y sumisión, es decir entre autonomía y clientelismo, pero con la paradoja de que la corriente autoproclamada autonómica es la que se alía con el primer gobierno abiertamente neoliberal y con el más rancio y clientelar corporativismo agrario. La clave explicativa de esta inaudita torpeza radica en que el desmantelamiento del Estado interventor que acompaña a las medidas privatizadoras es visto por cierta dirigencia campesina como oportunidad histórica para construir en el mercado la preciada autonomía, de modo que los pequeños productores pasen de entenados de papá gobierno a socios de la burguesía agrocomercial y agroindustrial en condiciones de igualdad. El torcido razonamiento se cierra cuando los presuntos autónomos obtienen del gobierno recursos económicos... para independizarse del gobierno, en lo que en realidad es regalo de despedida y retribución por su respaldo a un gobierno nacido con la marca de la ilegitimidad. En el fondo se trata de las monedas de Judas: pago por la traición de los llamados autónomos a las corrientes del movimiento campesino que decidieron resistir, cuestionar y preservar su real independencia política.
Fin de la corta luna de miel. La escisión del movimiento rural entre independientes-independientes y autónomos-gobiernistas, operada en el arranque de los 90s le permite a la nueva administración llevar a cabo con manos libres y relativa facilidad la reforma constitucional antiagrarista, la reconversión neoliberal de las instituciones y las políticas públicas rurales y la firma de acuerdos comerciales cuyos costos mayores recaerían sobre el agro y en particular los agricultores pequeños y medianos. Sin embargo, los impactos negativos de la reconversión golpean de inmediato a los campesinos, provocando la pronta desilusión de quienes en verdad creyeron que la retirada del Estado era la oportunidad dorada del sector social de la producción. El frentazo con la realidad, que desfonda a cientos de empresas asociativas, tiene la virtud de reagrupar al movimiento rural, pero ahora ya no en torno a la sola autogestión del sector social de la agricultura (que resulta ilusoria cuando el Estado y los tiburones del mercado conspiran contra su sobrevivencia), sino en torno a la defensa general del campo y los campesinos, víctimas de un modelo extrovertido de ventajas comparativas que los condena a la extinción. Salvar al campo y restablecer la soberanía alimentaria. La crisis financiera de 1995 y las movilizaciones rurales que desata son punto de arranque de una nueva etapa del movimiento campesino. Fase cuyo eje es la lucha por la soberanía alimentaria, que los tecnócratas habían sacrificado en aras del paradigma de las ventajas comparativas. El movimiento de los 90s pone en el centro la viabilidad económica del campo y los campesinos, pero ya no en una impracticable apuesta por el mercado puro y simple, sino acompañado de la exigencia de políticas públicas que hagan posible la recuperación del sector agropecuario y en particular de los pequeños y medianos productores. Y en el proceso se van identificando los enemigos reales y simbólicos: no tanto el artículo 27 y la problemática de la tenencia de la tierra, sino el tratado comercial de América del Norte y la apertura comercial que conlleva, la cancelación de las políticas de fomento agropecuario, el desmantelamiento de muchas instituciones públicas de incumbencia rural y el desafane del Estado de sus funciones reguladoras y compensatorias. Reconocimiento de la polifonía campesina. Sobre la marcha se va abriendo paso la idea de que los campesinos tiene derechos legítimos, no sólo por su presunta condición de proletarios virtuales (explotados) y/o de empresarios virtuales (productivos). Y que para afirmar su derecho a existir no hace falta demostrar que su inserción económica en el sistema corresponde al patrón de cualquiera de las dos clases canónicas del capitalismo. Lo que significa un rompimiento con el paradigma economicista como criterio principal de validación de los movimientos y los sujetos sociales. Y es que si las clases económicamente determinadas no son los únicos actores de la historia, los campesinos se nos irán mostrando como un ente colectivo definido por su “base” económica, pero también por su organicidad social, por su elección política, por su relación productiva y simbólica con la naturaleza, por su imaginario, por su historia. La pluridimensionalidad del poliedro que llamamos campesinado, que se expresa en multiplicidad de puntos de confrontación con el sistema y por tanto en multiplicidad de luchas y reivindicaciones, significa también que la apuesta por su unidad como sujeto social y como protagonista histórico pasa por admitir su irrenunciable diversidad y por reconocerla como virtuosa. Coordinadoras misceláneas y convergencias sectoriales. En el proceso se consolida igualmente un nuevo tipo de organización rural más democrática y eficaz: por un lado las coordinadoras misceláneas, que sustituyen paulatinamente a las tradicionales centrales verticalistas y respetando la autonomía local operan como redes de organizaciones regionales multiactivas, y por otro los acuerpamientos regionales por cadena productiva o por esfera de actividad, que tienden a conformarse como convergencias sectoriales nacionales (cafetaleros, cerealeros, cañeros, silvicultores, etcétera). Y en todos los casos la articulación se da principalmente en torno a los procesos económicos. No se trata, sin embargo, de una recaída en la lógica estrechamente gerencial. La gestión económica sigue siendo fundamental, pero junto a ella cobra fuerza la incidencia política, entendida como el esfuerzo por cambiar el rumbo de instituciones, estrategias y programas públicos, pues ahora se entiende que sin políticas de Estado favorables, la economía campesina está condenada a desaparecer. Así, la relación con el gobierno ya no se queda en negociar recursos y se extiende a la deliberación en torno a programas, políticas, instituciones, leyes y en última instancia paradigmas de desarrollo, de modo que, además de concertar con el Poder Ejecutivo, las organizaciones campesinas interactúan cada vez más con el Legislativo. La nueva estrategia, la nueva organicidad y el nuevo movimiento entran en reflujo después de las movilizaciones de 1995, con las que nada significativo se logró, y no será sino en 2003 en que un nuevo ascenso del activismo rural ponga a prueba la capacidad de convocatoria de la nueva plataforma y la eficacia del nuevo liderazgo. Pero antes, una vertiente del movimiento cobrará fuerza, cuando el deterioro de las comunidades indígenas toque fondo al tiempo que las acciones en torno a los 500 años, primero, y el alzamiento indígena de Las Cañadas, después, despierten a un olvidado protagonista rural. Autonomías de los pueblos originarios. Secuestradas durante décadas por el paternalismo indigenista, las reivindicaciones étnicas reaparecen primero como vertiente marginal del neozapatismo agrarista de los 70s, fortalecen su presencia simbólica en la segunda mitad do los 80s al calor de los debates en torno a los “500 años de resistencia” y adquieren dramática contundencia política a partir de 1994, conforme el neozapatismo armado va transitando de la guerra a la paz y del revolucionarismo clasista tradicional a un inédito neoindianismo autonomista. Con el nuevo indianismo el concepto de autonomía da otra vuelta de tuerca, pues en la perspectiva de los pueblos originarios ya no se trata sólo de la vieja independencia política de los 50s, 60s y 70s o de la más reciente autogestión económico-social de los 80s y 90s, se trata también y ante todo, de autogobierno. Y los derechos autonómicos indígenas tienen una profundidad mayor a la que presentan en otros colectivos, pues en el caso de los pueblos originarios, cuya existencia es anterior al Estado nacional, se trata de que las autonomías sean reconocidas, no creadas ni mucho menos concedidas. Indígenas versus campesinos ¿una divergencia artificial? Si el nuevo movimiento campesino nacido en los 90s del pasado siglo se politiza buscando incidir en las políticas públicas, pues en ello le va la existencia, el inédito movimiento rural indianista que se desarrolla con fuerza a mediados de esa década también se politiza en tanto que reclama el derecho de las comunidades y las etnias originarias a autogobernarse. En principio se trata de dos modos complementarios de reclamar y ejercer derechos políticos, pues las acciones orientadas a procurar un desarrollo incluyente y justiciero son complemento indispensable del autogobierno democrático en escala local y regional. Sin embargo, el hecho es que las autonomías políticas se presentan como reivindicación exclusivamente indígena, al tiempo que la resistencia del gobierno a reconocerlas ocasiona un entendible distanciamiento entre el movimiento étnico y el Estado. Así los pueblos originarios, o cuando menos el sector de los mismos que está organizado y se mueve en la órbita del neozapatismo chiapaneco, se niegan a jugar el juego de las políticas públicas. Lo que, de paso, hace que la separación que ya existía entre el movimiento campesino y el movimiento indígena, se trasforme progresivamente en antagonismo. De esta manera, los autogobiernos indígenas de facto, hostiles tanto al Estado como al mercado; se contraponen con las organizaciones gremiales campesinas que negocian con el Estado y buscan mejorar su inserción en el mercado. La confrontación es en gran medida artificial, pues entre las organizaciones campesinas hay muchas que son de base indígena y la mayoría de los pueblos originarios en resistencia realmente existentes no rechaza los programas de gobierno ni le da la espalda al mercado. Sin embargo, se ha ido profundizando en la medida en que unos y otros se vinculan a diferentes corrientes políticas y con ello a diferentes estrategias libertarias. Hacia la constitución del campesinado como clase. En el cambio de milenio, el reflujo del movimiento indígena coincide con la reanimación del nuevo movimiento campesino que había comenzado a configurarse a principios de los 90s del siglo pasado y que en 2002 estalla con la significativa consigna: “¡El campo no aguanta más!”. Conscientes muchas organizaciones campesinas de que la negociación bilateral de migajas presupuestales había conducido a una progresiva degradación del tejido económico y social rural que se expresaba en la deserción de sus propias bases, la iniciativa de una corriente minoritaria convoca en unas cuantas semanas a la casi totalidad del movimiento campesino organizado con representación nacional, lo que incluye a las agrupaciones de vocación democrática, pero también a las caudillistas, las clientelares, e incluso algunas “ex oficialistas” que con la alternancia de partidos en el gobierno federal debutan en la oposición. El movimiento de 2002 es inédito, no sólo por incluyente sino también por el carácter integral y estratégico de sus reivindicaciones, que pueden verse como el esbozo de un programa de clase por cuanto recogen y articulan la diversidad geográfica, sectorial, social, política y cultural de los trabajadores del campo, de modo que una entidad colectiva variopinta y abigarrada como los campesinos pueda reconocerse en un proyecto unitario. Sin exagerar la coherencia y calidad de dicha plataforma, el hecho es que nunca en su historia posrevolucionaria los campesinos habían esbozado, enarbolado y defendido un proyecto alternativo tan visionario, no sólo para el campo también para el país, quizá porque nunca antes en el siglo pasado los campesinos mexicanos habían estado, como están ahora, al borde de la extinción. Futilidad de pactar cambios de fondo. El Acuerdo Nacional para el Campo firmado en 2003, cuyo núcleo es la recuperación de la soberanía y la seguridad alimentarias sustentadas en la reanimación y vigorización de la economía campesina y en el reconocimiento y retribución de sus aportes económicos, sociales, ambientales y culturales, puede verse como triunfo de una movilización que supo ganarse al grueso de la opinión pública. Lamentablemente el gobierno federal no honró su firma. Del incumplimiento sistemático del Acuerdo se desprenden enseñanzas: si la unidad del movimiento no trasciende el momento de la concertación y el inevitable reflujo deviene fractura y tránsito desordenado de la negociación multilateral al regateo bilateral, es seguro que el gobierno no asumirá lo pactado. Pero la lección mayor es que siendo factible que la coyuntura y la correlación circunstancial de fuerzas hagan que un gobierno de convicciones neoliberales estampe su firma en un acuerdo progresista, es imposible que cumpla lo convenido, que no sólo es contrario a sus convicciones, también a sus compromisos públicos y privados con los poderes fácticos. Nueva fractura del movimiento. La amplia beligerante y propositiva convergencia que entre 2002 y 2003 mostró al campesinado mexicano como una clase variopinta y abigarrada pero potencialmente unitaria duró poco. Se desgajaron primero las históricas corporaciones clientelares, menos interesadas en la real unidad del movimiento que en obtener de la nueva administración el derecho de picaporte y los privilegios presupuestales perdidos con la alternancia partidista en el gobierno federal; pero se fracturó también el núcleo duro que había iniciado y conducido la lucha. Entre las viejas centrales corporativas y el sector históricamente opositor hay diferencias programáticas, por ejemplo en torno al empleo de las semillas transgénicas, sin embargo no fueron éstas las que provocaron el distanciamiento, en cuanto a la corriente tradicionalmente contestataria la coincidencia programática es casi total y sin embargo se fracturó, lo que sugiere fuertemente que la diáspora es generada por discrepancias y tensiones que tienen que ver con la relación entre las organizaciones sociales y el Estado. Un ámbito insoslayable y opaco donde por lo general la práctica diverge del discurso y las posturas van del clientelismo más pragmático a los esfuerzos por ejercer el derecho a los programas públicos sin doblar la cerviz. La llegada al poder de una derecha que por décadas se dijo democrática, no cambió el modelo de desarrollo y pronto se vio que tampoco habían cambiado las prácticas clientelares, pues además de crear nuevos y disciplinados agrupamientos rurales corporativos, la administración debutante restableció la política de “cuotas” presupuestales con el resto del movimiento, tanto el “oficialista” heredado del viejo régimen como el de trayectoria más o menos opositora. Los paradigmas son mudables y del fundamentalismo mercadócrata preconizado por el Consenso de Washington en los 90s del siglo XX estamos pasando a un replanteamiento de las responsabilidades públicas derivado de la Gran Crisis, que puso herejías en boca del propio Dominique Strauss-Kahn, director del Fondo Monetario Internacional, quien proclamo cual aferrado altermundista que “el mercado no sana al mercado”. Sin embargo en México la viciosa relación Estado-sociedad, cuya matriz está en la revolución de 1910 y su curso durante los años 20s, no ha cambiado sustancialmente, y en el ámbito rural sigue siendo uno de los retos mayores del movimiento campesino.
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