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Campesinos La palabra campesino designa una forma de producir, una sociabilidad, una cultura pero ante todo designa un actor social: una clase que se ha ganado a pulso su lugar en la historia. Ser campesino es muchas cosas pero principalmente es pertenecer a una clase social: ocupar un lugar específico en el orden económico, confrontar a los mismos predadores, compartir un pasado trágico y glorioso, participar de un proyecto común. En especial esto último: participar de un sueño, compartir una utopía. Porque ser campesino en sentido clasista no es fatalidad económica sino elección política, voluntad colectiva, apuesta de futuro. Los campesinos no nacen campesinos, se hacen: se inventan a sí mismos como actores sociales en el curso de su hacer, en el movimiento que los convoca, en la acción que ratifica una campesinidad siempre en construcción. Por si quedara duda de que la condición campesina no se agota en un modo de producir y de convivir, una de las organizaciones latinoamericanas más representativas del campesinado como clase, el brasileño Movimiento de los Sin Tierra (MST), está compuesta principalmente por marginados urbanos y rurales que quieren ser campesinos y han decidido luchar por ello. No es por lo que son en términos económicos y sociales, sino por lo que han elegido ser, que los Sin Tierra de Brasil marchan en la avanzada del movimiento campesino mundial. No todo movimiento social es clasista, pero todos los movimientos clasistas de la modernidad son globales como lo es el orden inhóspito en que se gestan. Y global es, desde hace mucho, la clase campesina que tachonó el siglo XX de revoluciones agrarias. No hizo falta comunicación por red para que la consigna “Semlia y Volia” (Tierra y Libertad), acuñada en 1861 en la Rusia zarista, llegara por medio del anarquismo europeo al también ácrata Partido Liberal Mexicano y de ahí al Ejército Liberador del Sur, de donde a su vez lo tomó la insurgencia maya de los primeros veinte encabezada por Felipe Carrillo Puerto. Y el flujo ideológico también va de regreso, pues el ucraniano Nestor Majno, líder del movimiento campesino que resistió el antirruralismo de los bolcheviques en el poder, era conocido como el Emiliano Zapata ruso. Años después, la consigna Tierra y Libertad reaparece en México en las tomas de tierras de los 70s y 80s del siglo pasado y en el tránsito al tercer milenio se globaliza de nueva cuenta, recuperada por neozapatismo indianista de Chiapas, que no sólo reclama parcelas sino también el autogobierno de los territorios originarios. ¡Maíz y libertad!, clamaban hace unos días en el Zócalo de la Ciudad de México los animadores de la Campaña Si Maíz No Hay País, que hoy el proyecto campesino incluye la tierra como medio de trabajo pero también el control del territorio, la posesión colectiva de los recursos naturales, la autogestión política y la recreación de la economía moral, de la produccióndistribución justas y solidarias de los bienes. Siempre acosados por un orden fiero que se las tiene sentenciada, los campesinos se organizan para resistir. En la base están la familia y la comunidad, que en un mundo hostil devienen trinchera y parapeto, pero sobre ellas se construyen organizaciones de los más diversos talantes y propósitos, acuerpamientos que pueden ser económicos, sociales o políticos; locales, regionales, nacionales o internacionales; puramente defensivos, o de plano altermundistas. Organización rural es ante todo convivio, encuentro de diversos con unidad de propósito y capacidad de concebir y realizar proyectos compartidos. La organización radica, entonces, en la voluntad colectiva no en el aparato; institucionalidad que no sale sobrando, pero es básicamente instrumental y puede convertirse en fuente de inercias burocráticas en cuanto deja de animarla el espíritu colectivo. El zapatismo histórico no encarnaba tanto en los jefes del Ejército Liberador o los gestores de la llamada Comuna de Morelos, como en la voluntad emancipadora que los animaba a todos: el zapatismo era Tierra y Libertad. Y de la misma manera la organización campesina de nuestros días no son los dirigentes y asesores ni las estructuras político-administrativas que operan, sino el espíritu que anima movimientos como El Campo No Aguanta Más y campañas como Sin Maíz No Hay País, de modo que cuando este espíritu falta lo que resta son cascarones corporativos, lideres logreros y borregadas clientelares. La institucionalidad es necesaria pues le da continuidad a un movimiento que por definición tiene altas y bajas. Pero si sus animadores se desentienden de ella pronto se pervierte y lo que era vehículo de emancipación deviene instrumento de sometimiento. La organización, como el amor, hay que renovarla todos los días. En México escasean los campesinos organizados y más los que participan activamente en sus agrupaciones. Pero, aunque insuficientes e imperfectas, las organizaciones campesinas son la expresión cualitativa del disgregado y caótico mundo rural. Es bueno que los desbalagados se organicen porque juntos se puede más, pero siempre será mayor el número de “sueltos” que el de “controlados”, de modo que una de las tareas de los agrupamientos existentes es procurar los intereses del conjunto, ver por las necesidades del campesinado todo. No es que sean la vanguardia, es que su mayor experiencia y más densa sociabilidad les confieren responsabilidades para con la clase aún borrosa a la que pertenecen. “No venimos de tan lejos a que nos discurseen los mandones. Queremos que nos dejen hablar. Traemos la comisión de dar a conocer las cuitas de nuestro pueblo y lo vamos a hacer. Porque hablando se entiende la gente; porque platicando nace la confianza, que es lo mero principal para hacer organización”. Acto seguido, Ocumichu –que así le decían porque de ahí era– se soltó a narrar las desventuras de su comunidad. Y la gente, que reconocía su propia historia en la que contaba el orador, murmuraba, asentía, aprobaba. Corría el año 1980 y cientos de campesinos de todo el país conmemoraban el 10 de abril con un encuentro en Santa Fe de la Laguna, Michoacán. Unos defendían la tierra que les querían arrebatar, otros demandaban la que tenían acaparada los latifundistas, todos eran de la debutante Coordinadora Nacional Plan de Ayala (CNPA), convergencia de movimientos locales y regionales que no quería ser una central más, como las que entonces se estilaban, y que no tenía oficinas en el Distrito Federal –ni en ninguna otra parte– pero inauguraba una forma distinta de hacer organización mediante convivios multitudinarios: encuentros campesinos donde al tiempo que en grandes peroles se cocinaba una vaca dizque cimarrona (en verdad arrebatada a los ganaderos invasores), se iba cocinando la confianza, la solidaridad, las tácticas, la estrategia, el proyecto, la clase. Eran tiempos en que la gente de razón de Zitácuaro, Michoacán, gritaba ¡Ahí vienen los indios! al ver aproximarse la inusitada manifestación proveniente de San Felipe de los Alzati, donde se había realizado un foro sobre tenencia de la tierra y recursos naturales. Tiempos quizá ingenuos en que de los pobladores de los parajes cercanos a Motocintla, Chiapas, bajaban a la cabecera a confirmar con sus propios ojos la venida del mismísimo Zapata, y de ser posible besarle la mano, cuando en realidad el que había llegado era Mateo, hijo de Emiliano, y entonces miembro del Movimiento Nacional Plan de Ayala, que celebraba un encuentro en la población. Tiempos fundacionales de una nueva organicidad campesina, forjada al calor de las tomas de tierras de los 70s y primeros 80s del siglo pasado, en la que las “bases” le quitaban la palabra al liderazgo y una coordinadora que no tenía ni teléfono, podía convocar marchas a la capital de 50 mil personas, como la que el 12 de abril de 1981 encabezaron un puñado de veteranos zapatistas. Don Victorino Jiménez, don Longino Rojas, don Irineo Espinosa y don Estanislao Tapia ya murieron pero el zapatismo en que de jóvenes militaron y que de viejos ayudaron a reanimar sigue en pie. Diversos sus paisajes, diversas sus culturas, diverso su talante; cada vez más multiusos y más migrantes, pero no por ello menos apegados a la tierra y a una costumbre que cambia para permanecer, los campesinos no son retazos del pasado, no son pedacería descontinuada en un cajón de sastre, son –siguen siendo– una clase en vilo, un actor social en perpetua construcción, un sujeto histórico que como pocos tiene pasado y como pocos tiene futuro. Armando Bartra |