sta semana se conmemoraron 20 años de la caída del Muro de Berlín. Este hecho significó el fin de la guerra fría. Se derrocaba un sistema opresor y represivo para dar paso al imperio del capitalismo no menos dictatorial y salvaje. ¡Vaya avance!
En la celebración frente a la puerta de Bandenburgo, la gente aplaudió el montaje con fichas de dominó gigantes decoradas con vivos colores y mensajes de reconciliación, pero en ellas también podía apreciarse logotipos de empresas comerciales patrocinadoras, ¡pequeño detalle!
Otra imagen significativa era el muro de cartón piedra alegórico rodeado de cientos de policías de verdad
.
Muy lucido les salió el festejo, pero entretanto no debemos olvidar que en los pasados 20 años se han erigido otros muros, vallas y cercos, reales o virtuales, que resultan infranqueables, asfixiantes y todos ellos atentando contra la libertad y los más elementales derechos humanos.
Baste recordar los muros de la vergüenza entre Israel y Palestina, México y Estados Unidos, Melilla y Marruecos, Marruecos y el pueblo Saharaui, Arabia Saudita e Irak, Chipre griego y Chipre turco (Línea verde), y muros internos en Bagdad para separar a chiítas de suníes. Esto a nivel de países.
Pero vayamos de lo macro a lo micro. Y para ejemplo tomemos nuestro país. No es bastante con el muro de los vecinos del norte, hay también retenes en las carreteras mientras nuestras ciudades se han vuelto grandes cárceles. Muros y altas vallas que separan lujosos fraccionamientos de barrios pobres circundantes.
Se erigen espectaculares muros fortificados y reforzados por cercas eléctricas, sistemas de cámaras, casetas de vigilancia y seguridad privada las 24 horas del día. Para salir de estos búnkers de lujo se utilizan vehículos blindados también de lujo y en muchos casos acompañados de uno o dos automóviles con escoltas. Los menos acaudalados se conforman con una modesta caseta de vigilancia y una pluma a la entrada de la calle. A las puertas de entrada de las casas se les han añadido rejas y, por supuesto, chapas y candados de alta seguridad.
La ciudad se ha llenado de calles cerradas por casetas, plumas y topes que parecen montañas y así se ha convertido en un monstruoso laberinto donde nos sentimos como amedrentadas ratitas de laboratorio. Mientras todos, ricos y pobres nos hemos convertido en víctimas del miedo. Tenemos miedo los unos de los otros. Todos presos en el mismo bioterio, donde respiramos un aire enrarecido no sólo por la contaminación atmosférica. También la inseguridad, la desconfianza y el miedo se respiran en el ambiente.
Los problemas para circular son patentes a todo nivel. Se niegan visas por un quítame estas pajas, se ponen toda clase de trabas para viajar, los aeropuertos de todo el mundo se han vuelto hostiles e inseguros a más no poder. Y no digamos de la parafernalia de chips y nips
de tarjetas bancarias para evitar clonaciones.
Todo se ha tornado miedo y desconfianza y, para colmo, ineficacia. Una de las grandes falacias de la globalización y de la cibernética resulta ser la supuesta premisa de que todos los ciudadanos del mundo llegaríamos a constituir una hermosa y bien comunicada aldea global
. Por lo pronto parece que lo único que se ha globalizado es la miseria y el terrorismo.
Los famosos espacios virtuales y facebook y twitter no son más que una demostración de que más que gloriosos cibernautas somos unos aparentemente felices y altamente sociales y comunicados cibernáufragos. Estas redes sociales que agrupan a millones de personas ya nos ofrecen hasta comunicarnos con nuestros muertos en el más allá. Ya no hay goce ni respeto en nuestra intimidad. Nos afanamos por adquirir la computadora más veloz, el iPod con más capacidad de almacenaje y la mejor Blackberry, porque hay que leer mensajes y correos electrónicos hasta en el baño.
¿Cuántos accidentes de tráfico se deben a distracciones causadas por la fatal adicción a la telefonía celular? Entre muros, vallas y cercos nos hemos ido robotizando y deshumanizando al mismo tiempo que las paredes de nuestro yo se van resquebrajando mientras nos sumergimos en una sociedad cada vez más narcisista y más carente de sentido que sólo nos conduce al vacío.
Todo se vuelve apariencia vana y consumismo sin freno al mismo tiempo que el lenguaje, arraigado en el logofonocentrismo que denuncia Jacques Derrida, se tornó instrumento del poder y la violencia. Es entonces cuando el discurso se convierte en muro opresor, tanto o más infranqueable que el concreto.
Octavio Paz, en su libro Sor Juana o las trampas de la fe, nos recuerda que los muros del convento no pudieron encerrar la poesía libre de Juana de Asbaje. Ojalá pudiéramos tener el coraje que tuvo Sor Juana para defender nuestra libertad y luchar a toda costa contra las múltiples opresiones que quieren imponernos.