Strella, más que una mujer
os títulos que algunos distribuidores asestan a las cintas extranjeras proyectadas en México son a veces desconcertantes, cuando no inexactos o absurdos.
En lo que va de la Muestra se ha dado el despropósito de añadir a La banda de Baader Meinhof, de Uli Edel, un segundo título engañoso, Brigadas rojas, que nada tiene que ver con la organización terrorista alemana y sí con una realidad histórica italiana a la que la cinta ni siquiera alude. Todo queda naturalmente en la mente de quienes imponen el título. En el caso de la película griega Strella, de Panos Koutras, el añadido más que una mujer
(¿menos que un hombre, según la aritmética sexista?) es a todas luces un calificativo ocioso. No vendría mal, en el momento de distribuir cintas de arte, confiar un poco más en la inteligencia del espectador, y de paso en la propia.
Strella (Mina Orfanou, notable) es un joven personaje transexual que practica la prostitución en Atenas, y que ha creado en torno suyo una red afectiva que incluye varios personajes homosexuales y una mujer madura a la que asiste solidariamente en el proceso de una enfermedad terminal.
Koutras describe de modo muy realista, y con destellos humorísticos que contrastan con la sordidez del entorno, la vida cotidiana de esta mujer, quien también tiene la pasión por el canto y como figura modelo a María Callas, con cuya actitud vital y destino trágico se identifica.
Cuando Strella conoce a Yorgos (Yiannis Kokkiasmenos), ex presidiario que acaba de cumplir una condena de 14 años por un asesinato, su rutina toma un giro inesperado. Al lado del hombre que le dobla la edad, y por el que desarrolla una intensa dependencia sexual y afectiva, Strella revive los episodios de su infancia desdichada, marcada por el abandono paterno y la tiranía de la madre.
Su evasión a un mundo de fantasía y delirio (Strella en griego, explica la película, también significa locura) seduce de inmediato a su amante, empeñado a su vez en dar con el paradero del hijo con el que ha perdido todo contacto.
Panos Koutras ofrece en su tercer largometraje la radiografía vigorosa de una Atenas proletaria, ajena al pintoresquismo, y de una subcultura gay que se improvisa formas novedosas de convivencia y solidaridad afectiva. Yiorgos participa de este mundo marginal, primero como un convidado de piedra, y finalmente como un paria adoptado, sin saber que es ahí precisamente, y en compañía de la mujer que ha comenzado a amar, donde tendrá la revelación más dramática de su existencia.
No debió ser fácil evitar la tentación del melodrama fácil en una historia en la que la enfermedad, la muerte, la sordidez y el rechazo social son las notas dominantes. Sin embargo, el director ha extraído lo mejor de sus actores no profesionales, revertido el posible juicio moral en una empatía abierta con sus personajes, y rechazado el tremendismo como solución a los conflictos. Con una estupenda vuelta de tuerca narrativa, atrapa al espectador, venciendo a la vez su desconcierto inicial y algunas de sus reticencias.