osé Clemente Orozco pintó los murales en el entonces nuevo edificio de la Suprema Corte de Justicia de la Nación (SCJN), a un costado del Zócalo, en 1941: una justicia que huye en medio de la debacle. No fue del agrado de los ministros, pero los murales se conservaron incólumes.
Se alberga ahora otro ciclo pictórico, en el que ha participado Luis Nishizawa, quien diseñó una obra exaltando a la justicia.
Otros dos pintores: Leopoldo Flores e Ismael Ramos, dejaron sus mediocres creaciones en sendas escaleras.
Caso distinto al de Rafael Cauduro, quien antes de aceptar la comisión (abierta a concurso) advirtió sobre el tema que, de ser aceptado, habría de ejecutar. Nada sobre la historia de la justicia; se trata de apartados sobre los crímenes perpetrados en la aplicación a la misma.
Pensó en la situación hipotética y poco probable de que el guión temático que proponía fuera aceptado. Y lo fue. Bien por los ministros.
Los espacios se le constituyeron en un reto difícil, pero no insalvable; estudió los planos y por más de un año se dedicó a estudiar la óptica complicada que los tramos le deparaban. Ejecutó centenares de bocetos y con sus ayudantes puso manos a la obra.
El resultado es uno de los escasos conjuntos contemporáneos de arte público que suscitan hondo interés, tanto por la temática como por la manera de plasmarla.
Si el visitante ingresa por el estacionamiento del edificio, al acceder a la escalinata se topa con un tzompantli. A partir de seis cráneos originales que el artista consiguió se hicieron moldes que dieron lugar a los cráneos de resina acrílica y fibra de vidrio (parecen de cerámica). Después hiladas de ladrillo en trompé l’oeil, pintados en diferentes direcciones, aunque también los hay reales
, van separando los espacios en los que se desarrollan las escenas.
La primera, que es de las mayormente contundentes, representa un archivo muerto en el que, además de acumulaciones de libros, expedientes y documentos, varios legibles, hay presencias fantasmáticas a las que el pintor es afecto.
En la parte baja dos pares de ojos –dice que son los suyos– vigilan. Parece que se inspiran en Michel Foucault, aunque la opción tomada no es el panopticum al que hace referencia el filósofo francés, pero algo hay allí de sus teorías, acotadas mediante consultas que Cauduro hizo a criminólogos. Se trata de los procesos viciados, que por años se encuentran en espera de sentencia.
Los espectadores, incluidos los ministros, se ven en cierto modo atrapados en las escenas, dado que varias, como la que corresponde al asesinato, ofrecen visiones distintas, poliangulares, según el sitio en el que uno se detenga a calibrarlas, cosa que produce cierta sensación vertiginosa, al menos yo la experimenté, debido a las líneas de fuga aceleradas que en ellas privan.
Cauduro afirma que 95 por ciento del éxito de sus escenarios está en la temática, porque las paredes son una caja de resonancia extraordinaria
y así es, pero el modo de formularlas es lo que las dota de efectividad y el maestro es amo de los efectos, que en este caso no son lineales
, como los que privan en la estación del Metro Insurgentes. De hecho para observarlos se requiere de un ejercicio cinético, hay que moverse de lugar para percibirlos en sus diferentes aspectos, pues pocos son los estrictamente frontales.
En uno de éstos están los grafitis y los estrapos que se le constituyeron en recursos representativos, hasta donde recuerdo, a partir del terremoto de 1985.
Varias escenas están vistas en picada, como si uno se asomara desde arriba y viera lo que ocurre dentro de unos cubículos destechados, percatándose de las torturas a las que son sometidos los detenidos –una es mujer– con el objeto de obtener declaración.
La cárcel ofrece a presos: hombres y mujeres, asomados tras las rejas. Sus rostros y ademanes están pintados como si se tratara de pequeños conjuntos de retratos, cuya ejecución es pictoricista, como la de los frescos de Pompeya; hacia arriba se ven las incesantes hiladas de ventilas.
Los espacios están cruzados por cadenas pintadas en planos anteroposteriores, que tienen dos funciones, además de la simbólica, pues al proyectar sus sombras ayudan al aspecto dinámico de la composición.
En el último tramo hay tres ventanas. Tras los vidrios uno parece ver a otros tantos vigilantes tamaño natural. Están pintados como en grisalla, pero se trata de una técnica aprendida en Alemania que permite realmente su presencia a la intemperie. Se trata de un juego interior-exterior.
Esta gran obra pública puede ser vista en horas hábiles por quienes así lo deseen. No hay restricción.