El Negro Guerrero
enía al morir 43 años y un cuarto de siglo como trabajador radiofónico: los primeros cinco en el Imer, en el DF, donde nació, y los demás en la Universidad de Guadalajara. Era una de las mejores voces de ese ámbito, pero no sólo. David Guerrero Lemus, el Negro, como con afectuosa espontaneidad solía llamársele, era un hombre de radio total, además de periodista y algo actor, y fue en su momento premiado por la FIL con el Fernando Benítez, por la SEP y otros organismos con un primer lugar en la Bienal Internacional de Radio, y por las Fiestas de Octubre con la Pluma de Plata, entre otros reconocimientos.
El primer texto periodístico que me envió el Negro me sorprendió por lo bien escrito; se lo hice saber, lo cual, para mi contento, le enorgulleció. Cabría quizá aquí contar que una de las mejores entrevistas que me han hecho fue improvisada. Pasé a saludar a radio, me encontré con el Negro, lo invité a la presentación de un libro y, ya que la cabina de grabación estaba desocupada se le ocurrió que nos metiéramos a dialogar. Es lo más cerca de la perfección que he visto actuar a un entrevistador. No la he escuchado, pero cuando tiempo después la vi publicada no era lo mismo: faltaban su tono, su entusiasmo, la muy amistosa atmósfera que supo concitar (y vaya que tuvimos desacuerdos, por así llamarles, David y yo), su voz y en fin su sentido profundo del tempo de la radio.
Dueño de un timbre cálido, cordial, nada encimoso o impositivo (error frecuente en jóvenes promesas de los medios electrónicos), siempre convocador, íntimo (uno de sus programas más recordados es el tapatío El Fonógrafo, donde escuchábamos tanto lo de cajón como no pocos nombres para mí algo esotéricos, para él efusivamente familiares).
El Negro empezó como gritón de la Lotería Nacional y su afición al grito, que no ejercía ante el micrófono, la registran sin duda paredes y memoria de parroquianos de cantinas como La Fuente y La Mutua, en orden de aparición y horarios, pues lo frecuente era pasar de una a la otra.
Sin duda sentida ausencia del panorama cultural jalisciense (se le despidió con poemas y canciones), en vida no sólo no menospreció sino que promovió lo que algunos llaman contracultura, algo que no entiendo del todo pero en cuyos intríngulis de pronto me he metido. Si bien no compartimos sino escasas aventuras todas tuvieron algo de ese tinte. El libro al que aludí arriba incluye un poema que habla de El Tecali, caedero
(sitio al que acuden aquellos que no hallan dónde terminar la larga noche) al que no caímos, fuimos (madrugamos para ir) como a las cinco y media de la mañana. A eso de las nueve, nueve y cuarto, luego de que hasta balazos hubo allí afuerita, y patrullas y todo, se despidió para ir a trabajar. Adiós, Negrito.