rente a un Estado tan desprestigiado como el mexicano es fácil defender el no pago de impuestos.
Lo odioso de pagar impuestos puede unir a los extremos: el pueblo y las oligarquías, cuestionando la legitimidad del gobierno que pretende cobrarlos. El panista Felipe Calderón es una cabeza que rueda desarticulada de las extremidades legislativas y judiciales, que actúan separadas de él. Éste es un gobierno sin manos, que ya no ordena: obedece como zombi, pero tampoco camina.
Solos o unidos, pero poderosos, los gobernantes locales, sus diputados, legisladores y dirigentes de partido buscan desesperados más impuestos para el gasto corriente, ya no para el desarrollo, sino para el reparto de sus ducados y virreinatos.
En el Senado de la República, obediente al estómago de los gobernadores y sus intestinos, ya no discuten la Ley de Ingresos, sino los criterios del reparto en el Presupuesto de Egresos. Ésa es la base de la negociación senatorial; no tienen más visión que sus intereses locales, pues no son representantes populares, sino de los gobiernos los pusieron ahí.
Si gobernadores y partidos dominaron en los criterios de la Ley de Ingresos, en el Senado se fijan las condiciones para repartirse el botín de lo que exprimieron a los pocos causantes que quedan, pues los extremos sociales ya no pagan. El conflicto no tiene adjetivos: sólo es que la cobija es cada vez más corta, mientras el saqueo es cada vez más largo.
Desde su fundación como nación, hace 199 años, en México no existe la hacienda pública. Ojalá que reflexionáramos sobre el hecho de que ganamos la Independencia, ganándonos el derecho de saquear y ser saqueados, tal como hizo España durante la Colonia, con una visión criolla que se sintió propietaria –hasta nuestros días– del oro, la plata, las maderas, el petróleo, las selvas y hasta de los discapacitados que sirven y son negocios oligárquicos para exentar en pago de impuestos mediante el cobro de su filantropía. Esta falta de visión de una hacienda pública verdadera ha debilitado al Estado nacional, la soberanía, los derechos políticos y sociales de los ciudadanos y la independencia, y nos ha convertido en dependientes crónicos.
Hasta ahora los impuestos en México han sido un amasijo de ocurrencias basadas en las exigencias del gasto y la corrupción administrativa; también se trata de sacar tajada de los recursos escasos para beneficio de aquellos que se sienten legitimados por una fallida representatividad, por ello históricamente tenemos impuestos sin equidad, igualdad y justicia para su pago.
Lo contradictorio y paradójico que reúne a los extremos oligárquicos y populares contra los gravámenes es que los primeros tienen un principio: la necesidad de un Estado débil. Para la amplia base social cautiva, que paga vía el consumo, no existe confianza tributaria porque el Estado y sus políticos se sustentan en la amplia base clientelar disfrazada de política social que no fomenta la productividad, el empleo ni da valor al trabajo.
El gobierno dislocado de Felipe Calderón reclama recursos para mantener su guerra solitaria e imaginaria contra los enemigos que se matan solos y para llenar el boquete que dejó la caída de ingresos a raíz de la recesión. Es una lucha inmediatista por mantenerse a flote. Los priístas, que hoy pre gobiernan, tienen como preocupación dos cosas: mayores recursos para ellos y pasar la factura de la impopularidad de las nuevas cargas fiscales al otro.
Lo que dice representar a la izquierda asumió la doctrina fiscal más conservadora, inspirada por Ronald Reagan y Margaret Thatcher para un Estado débil: no pagar impuestos, pero levantando la mano de manera vergonzante en favor de ellos, atrás del PRI y PAN, a cambio de recursos vía deuda para el Distrito Federal.
Una política social fuerte sólo puede provenir de un Estado económicamente fuerte, con recursos. Pero no. En el esquema fiscal actual la política social central se hace mediante la filantropía, financiada con redondeos en cajas de tiendas de autoservicio, teletones, fundaciones, etcétera, que son deducibles del impuesto sobre la renta (ISR) y que les ha reclamado Felipe Calderón a sus oligarcas.
Lo que debería ser una Ley de Ingresos, ligada a una visión estratégica y de largo plazo del gasto para estimular la educación, velar por la salud, la comunicación con objetivos culturales y de pluralidad democrática, la alimentación, y sobre todo la promoción de actividad económica y empleos, solamente es para cubrir ineficiencias y el sostenimiento de un sistema político y orden económico injustos.
El pantano fiscal, de repartirse un pastel cada vez más chico, lleva a reflexionar en que México ha desarrollado fuerzas sociales y de progreso, pero paradójicamente no desarrolló una verdadera burguesía. Por eso hoy tenemos como herencia una minoría de protegidos, subsidiados, exonerados, pero muy filántropos que dominan partidos y gobernantes, pero que obstruyen el desarrollo nacional, la democracia, la equidad y la eficiencia.
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