a ciudad de México, como el mar, siempre está recomenzando en su carrera contrarreloj y suicida contra el agua del valle. Se ventila en caseríos alados a merced del viento, se exhala en la carpa azul de un circo tlalpeño, en canchas, solares interminables y un reiterado color morado. Se eriza de embotellamientos anchos y angostos, la inmarcesibilidad de carros arracimados conformando un solo animal, una víbora de mosaico veneciano en colores metálicos.
Azoteas tendidas, tinacos y jaulas, las ventanas opacas y sistemáticamente cerradas de hoteles y tribunales, las uniformes unidades habitacionales, las barracas irregulares, rugosas, intersticiales y de colores sucios, que dan más sensación de tela que de piedra, más de ropa que de casa.
Lagos artificiales de verdor sospechoso, áreas verdes con aire desesperado. Patios donde ciertos secretos se revelan, no todo lo chueco se mueve bajo techo. El gris del asfalto termina dominando menos de lo que uno pensaría. Abundan ocres y rojos de difícil conjugación, breas impermeabilizantes, bóvedas de lámina, almacenes, plantas, vías férreas disimuladas en la ciudad agreste, estructuras metálicas un tanto desagradables. Una sucesión de jeroglíficos para ser leídos por los ángeles, o en su defecto por los tripulantes de aviones, helicópteros y gliders.
Su oleaje en permanente cambio es un subterfugio de la permanencia, el aferre
proverbial del chilango contra toda lógica, donde hubo un lago con islas, pocas. Grande, el lago. Parte de un sistema lacustre hacia Texcoco y Chalco. Hace unos 500 años comenzamos a devorarlo, reducirlo a suelo. Visto en conjunto, es un caso espectacular de transubstanciación: un lago convertido en ciudad. Le llegaban ríos y canales; devinieron vitales al ahogarse el lago. Los entubaron. Desaparecieron. Hoy dan nombre a viaductos y avenidas: Río Magdalena, Río Churubusco, Río Mixcoac, Río La Piedad, Río San Joaquín.
Cerros colonizados hasta la coronilla en los lados de Iztapalapa, y en las suntuosas y sucesivas Lomas
que a partir de Chapultepec han extendido sus tentáculos más allá de Huixquilucan, casi hasta Toluca. Ciudades dentro de la ciudad, como Neza o Tlane. Un rompecabezas de piezas conocidas. El lago de Guadalupe (que es artificial) y los irrisorios, entrañables, de Chapultepec, secciones I y II. Hiperquinético Anillo Periférico. Ráfagas naranja del Metro al aire libre. La cicatriz indeleble de la refinería en Azcapo. El remanso de CU. El triste destino del vaso de Texcoco que no alcanza ya ni para criar truchas.
Tranquiliza confirmar que todavía se reconocen en la distancia la Torre Latino y la de Tlatelolco, la TAPO, los campanarios de Catedral y, por deducción, el Zócalo. Y uno se traga el espectáculo de helipuertos y rascacielos para uso de los que tienen rascacielos y helipuertos, y el racimo de alturas en el corredor Juárez-Cuahutémoc-Anzures-Polanco-Lomas Bajas y ese portento de la estupidez corporativa llamado Santa Fe, of all names. Hasta bendición onésima ha de tener esa barranca de los ricos.
Algo está pasando, que los volcanes tutelares se muestran enfadados. La mujer, Izta, ha perdido sus vestidos de nieve y se la pasa desnuda la mayor parte del año, en piedra oscura, sin sutileza; más que dormida parece tiesa. El invierno le sienta mejor, la cubre un poco.
Por su parte el Popo, cuando se le pega la telúrica gana, exclama. Desde que, contagiado de milenarismo, reabrió fumarolas, ya no es una parte sólo decorativa del paisaje. Participa en políticas públicas, determina alertas amarillas y rojas, impone condiciones mejor que un sindicato o un plantón.
Conocidos en distintos contextos de la ciudad coinciden en llamarla monstruo
. Los cartógrafos la contemplan como mancha urbana
, carne de cañón de la Guía Roji y, vía Google Maps, un pozo sin bordes ni fondo. Vista de noche, iluminada malgré tout (Alameda y el recuerdo del Manco Jesús Contreras incluidos), se pierde en el dorado horizonte del alumbrado público y los faros de los carros para hundirse en la curvatura del mundo y confirmar, como el mar mismo, que la Tierra es redonda.
Y pensar que para muchos millones de personas, todo este pardo armatoste es simplemente mi casa
, así, en primera, minúscula persona del anónimo singular. Pero eso sólo lo distingues al aterrizar en la ciudad donde la primavera pasada comenzara el experimento de la influenza cochina.
Para las vacaciones decembrinas se recomiendan dos lecturas, adecuadas al estiaje (histórico según previsiones) del año que entra: La gota de agua, de Vicente Leñero, y La sequía, de J. G. Ballard. Para irnos haciendo a la idea. Por más que les inviertan en adornos a las fiestas patrias, nos aguarda un bicentenario a secas. Ha de ser por eso que ya desde las vísperas quieren sacar al Ejército a las calles para que este 20 de noviembre vayan desfilando las tropas como los jóvenes y los atletas. Para refrescarnos la memoria.