n las últimas dos décadas se han escenificado, y se siguen escenificando, una serie de cambios no exentos de efectos mediatos e incluso inmediatos, que plantean condiciones inéditas para la vida intelectual en el país. Algunos de estos cambios aparecen como consecuencia de historias previas; otros se presentan como rupturas o discontinuidades inesperadas de las funciones que la definieron hasta la década de los 90. Estas discontinuidades han transformado (y tal vez han empezado a despoblar) el sitio distintivo que se atribuía a los intelectuales, y su repliegue se expresa en una geografía nueva, que señaliza de manera nunca antes vista la relación entre la escritura y la escena pública, entre los órdenes de la representación y los espacios de la experiencia, entre las reglas del discurso y las instituciones visibles e invisibles que las acotan. Si por paralaje entendemos, según Slavoj Zizek, una visión que reúne y conecta fenómenos incompatibles e inconexos, tal como es propio, por ejemplo, a la retórica de la política y la propaganda, una de las prácticas que han distinguido al mundo intelectual y ha consistido precisamente en la interminable deconstrucción/construcción de esta ilusión. Y acaso las transformaciones recientes por las que ha transitado esa práctica demandan una revisión de las formas en cómo ha sido pensada hasta la fecha.
Un primer contraste: el paso de la fase sólida
de la escritura, abusando de una metáfora de Zygmunt Bauman, a su fase líquida
, es decir, esa condición en que las formas de la escritura (las identidades conceptuales, los cánones que delimitan los gustos, los géneros que conectan a lectores y autores) ya no logran mantener su estabilidad durante un tiempo más o menos duradero porque cambian, se innovan o desaparecen en un lapso menor que el que se requiere para ser asumidas o para afectar la hermenéutica de sujetos y prácticas discursivas. Si la relación entre la escritura y los códigos de la experiencia, entre la palabra sentido
y el sentido de las palabras, entre la crítica y los consensos, en suma, entra el pensamiento y la acción
como se solía decir, fue la premisa que definió (e inspiró) a ese abigarrado y diverso universo de escritores, ensayistas, filósofos, historiadores, antropólogos, sociólogos, cronistas y periodistas que veían en su intervención en la esfera pública una responsabilidad y un derecho, es improbable que las figuraciones presentes de esa relación, y las que apenas están siendo concebidas, puedan fungir como referentes conceptuales y narrativos del sentido de prácticas individuales o colectivas y de proyectos a largo plazo.
En segundo lugar, la idea misma de reunir al futuro con el presente a través de una visión (o un gran relato
) se ha vuelto un lugar sin lugar, una distopía, pues los valores que inspiran a ese proyecto seguramente se habrán disuelto o habrán caducado antes de que puedan figurar (en) un horizonte de expectativas. Y lo más probable es que el tiempo que esas expectativas suponen para cumplirse (o no) sea inalcanzable frente al lapso en el que se transforme o desaparezca el horizonte que las propició. Si una de las funciones que se asignaron a los intelectuales era la de reflexionar sobre la traza y la trama de las tendencias en el vaivén de lo contingente, la única tendencia que al parecer prevalece en el ámbito de las formas de la escritura es precisamente su carácter contingente. Por lo visto, en el contexto actual de las afinidades del pensamiento, sólo permanece lo efímero. El antiguo principio gracias al cual un intelectual lograba fijar su identidad con base en sus elecciones sólidas
(la idea, por ejemplo, de trazar un proyecto de vida
a lo largo del plan de una obra
) ha perdido en gran medida sentido.
En tercer lugar, la erosión (o la eclosión o acaso el fin
) del paradigma literario. Desde los años 30 (o incluso antes) hasta la década de los 80, el centro del mundo intelectual mexicano provenía de la mirada y de las prácticas narrativas propias al discurso literario. Ese centro se ha desplazado ya a uno de sus márgenes: la academia. Casi ninguno de los intelectuales que escenificaron ese giro entre el fin de los 80 y el principio de los 90 provienen de las filas de la literatura (si sus diferencias filosóficas e ideológicas marcan aún más la amplitud de este fenómeno, por nombrar sólo algunos, Néstor García Canclini, Fernando Escalante, Enrique Semo, Bolívar Echeverría, Roger Bartra, José Antonio Crespo, José Luis Barrios, etcétera). Con una visible excepción: Roberto Bolaño, cuya influencia sigue creciendo. Pero se trata precisamente de un novelista que desplegó su obra como una refutación de los cenáculos literarios. Es sintomático de este cambio asomarse a las revistas que antes se llamaban literarias
y hoy prefieren definirse como culturales
, en las que las estrategias narrativas, incluso a la hora de hablar sobre la literatura, se asemejan cada día más a las formas de argumentar de las disciplinas de la interpretación.
En cuarto lugar, la desiconización de la escritura. Hoy sería inconcebible afiliar un texto a la influencia
de un solo autor o una sola escuela de pensamiento como el andamiaje único para emprender la labor de volver a pensar lo pensado, que es la función central del mundo intelectual. El texto se ha convertido en un laberinto de redes argumentales y evocaciones referenciales, que desbancan permanente las antiguas lealtades que se profesaban a los autores centrales.
Todos estos cambios responden en última instancia a transformaciones profundas y radicales que transitan por la consideración de los nuevos soportes en que se inscribe y disemina la escritura (la fragmentaria opinión pública, el Internet, etcétera) y las instituciones que hoy acotan los procedimientos de su legitimación (como lo puede ser la universidad).