ntre miércoles y jueves, y con el telón de fondo de la desarticulación en las cámaras de la iniciativa de ley de ingresos presentada recientemente por la Secretaría de Hacienda, el titular del Ejecutivo federal, Felipe Calderón Hinojosa, se lanzó contra las empresas que más ganan y que rara vez pagan
impuestos, o bien gozan de tarifas impositivas de menos de 2 por ciento –en contraste con el 28 por ciento que, sólo por concepto de ISR, debe aportar la inmensa mayoría de causantes cautivos–; dijo que esa situación de privilegio ha durado varios años
y ya no puede ser
, y rechazó el señalamiento generalizado en el sentido de que el gobierno que encabeza ha hecho crecer en forma desmesurada el aparato burocrático y el gasto administrativo.
Este celo crítico de última hora contra los sectores corporativos tradicionalmente privilegiados y beneficiados por el panismo gobernante resulta extemporáneo, pues debió plasmarse en la iniciativa de ley de ingresos mediante disposiciones concretas que eliminen los regímenes de excepción defendidos contra viento y marea por las últimas administraciones priístas y las dos sucesivas presidencias panistas; es inverosímil, por cuanto se manifiesta como reacción a las críticas empresariales por los elevados e injustificables niveles de gasto público; y es autoinculpatorio, pues denota la gravísima omisión en que ha incurrido el propio gobierno federal en materia hacendaria desde hace tres años.
En efecto, desde que el gobierno calderonista pretendió la privatización parcial de la industria petrolera con el pretexto de que ese sector debía generar más ingresos fiscales, se señaló que lo procedente era más bien cobrar los impuestos que la administración pública perdonaba a los grandes corporativos y potentados; más tarde, al calor del debate nacional provocado por la repudiada iniciativa gubernamental de ley de ingresos, el dirigente opositor Andrés Manuel López Obrador destacó que, en vez de endosar el absurdamente elevado costo del aparato gubernamental a los sectores populares, el Ejecutivo federal debía empezar a cobrar impuestos a la minoría empresarial que no los paga, así como adoptar medidas serias y honestas de austeridad en las propias oficinas públicas.
Sin duda el empresariado, empezando por el que goza de mayor dimensión financiera, está obligado a pagar impuestos en pie de igualdad con el resto de los contribuyentes; pero el gobierno federal tiene, a su vez, el deber y los medios para asegurar el cumplimiento de tal obligación, y si no lo ha hecho así, como lo reconoció el propio Calderón, ha cometido una falla gravísima, cuyo costo para el país y para la sociedad se mide en centenares de miles de millones, si no es que en billones de pesos. Esta admisión tácita invalida, por lo demás, todo el andamiaje argumental construido por el propio gobierno para lograr la aprobación de su iniciativa de ley de ingresos: si el Servicio de Administración Tributaria hubiese empezado por hacer efectivo el cobro de impuestos a los grandes empresarios, ni siquiera habría sido necesario plantear engañosos incrementos de 2 por ciento al IVA, ni al ISR, ni gravámenes especiales a las telecomunicaciones, ni ninguna otra de las disposiciones contenidas en una propuesta que se cayó a pedazos por su propia incongruencia y por la torpeza política de los operadores gubernamentales en el Legislativo.
En suma, las declaraciones formuladas por Calderón Hinojosa en horas pasadas no sólo desautorizan lo que pudiera quedar de la propuesta fiscal gubernamental, sino que conceden la razón a quienes han abogado por cubrir el hueco financiero del sector público mediante una combinación de recortes reales y drásticos a las percepciones y gastos suntuarios de los altos mandos, por un lado, y el cobro de impuestos justos y equitativos a los grandes conglomerados empresariales, por el otro. Aún es tiempo de actuar en este sentido, que es el correcto y lógico.