Bajo la lluvia, la muchedumbre en la Alhóndiga palmeaba, pedía más música negra
Los integrantes de The Harlem Jubylee descosieron el entrecruce entre lo litúrgico y lo tribal
Su presentación en el festival Cervantino incluyó pasajes de la ópera Porgy and Bess
Martes 27 de octubre de 2009, p. 5
Guanajuato, Gto., 26 de octubre. Quince cantantes entonan gospel, spirituals, pasajes de la ópera Porgy and Bess, de Gershwin, temas del rhythym and blues primitivo, jazz profundo.
Son los integrantes de The Harlem Jubylee Singers, herederos y continuadores de una música ritual que ha dado nacimiento por igual a otros géneros musicales que a una genealogía fascinante, acunada en el entrecruce de lo litúrgico y lo tribal, el dejo melancólico y las atmósferas de las novelas de William Faulkner.
Dirigidos por el maestro Gregory Hopkins, pianista, tenor con experiencia operística e hijo de una cantante de iglesia en Harlem, los integrantes de este coro ya legendario se plantaron frente a una multitud entusiasmada que colmó la Alhóndiga de Granaditas y a los pocos minutos puso literalmente a hervir la Albóndiga (nombre cariñoso y cervantinísimo de la Alhóndiga) en un caldo de cultivo donde por supuesto, y para propiciar mejor el punto de cocción, la lluvia no podía faltar. Y no faltó.
La deserción debida al baño inesperado fue mínima. La mayoría del público se quedó a formar humito, vapor desde sus epidermis cálidas por la música en contacto con las gotas de lluvia. Desde lo alto de las tribunas incluso se organizaron coros de peticiones, complacencias: amásin gréi
, gritaban. aaaaamáaasiiiin gréeeeeeeiiiii
, repetían.
¿Amar sin grey? ¿Amar sin gloria? ¿ámanse, güei?, trataban de descifrar los de filas de adelante lo cuasi críptico del mensaje gradas arriba. Amazing grace, comprendieron de inmediato los negroles en el coro y con una sonrisa en los labios se dispusieron a incluir lo que estaba fuera de programa. A petición del público, améisin gréis, tradujo alguien innecesariamente entre los pasillos de piedra de la Albóndiga.
Puente hacia la divinidad
Resultaba enternecedor observar a las cantantes harlemitas, gloriosas e impertérritas, dueñas de tesituras vocales propias de ángeles morenos.
Como la maestra Shilda Albert, quien dejó por un momento la primera fila de cantantes para plantarse frente al micrófono solista en Gonna journey away, un clásico de WC Handy, y lo que salió de su infinita caja torácica estremeció a la multitud entera: notas graves, gravísimas, gravérrimas, gravas rebotando en su garganta antes de salir en frecuencias bajas, bajísimas, bajérrimas. Una voz de contralto profunda como pocas veces se han escuchado en Cuévano.
Esta cantante extraordinaria regresó a ocupar su lugar en la fila. El concierto siguió bajo la lluvia, aunque no cantando bajo la lluvia porque ninguno de los del coro era Gene Kelly ni ninguna de ellas Jean Hagen, además de que cuando llueve en la Albóndiga se mojan todos menos los artistas, como debe ser. El público empapado, ensopado, papa y sopa, sope de papa. Pero sopes sublimados.
Y cómo no, con esa música tan arrebatadora, ese cruce de imposición ideológica, esclavitud, de origen tribal, libertad. El gospel, ese puente hacia la divinidad que hay en los humanos.
Público sope, superior, elevado a la estratósfera con una música de intensidades tales que al final tuvieron que llevarse casi en vilo a la contralto profunda Shilda Albert, quien de tanto cantar como los ángeles había entrado en trance, estallado en éxtasis, internada en las profundidades de una experiencia más que religiosa, luego de cantar notas calcinantes de registro tan bajo que resultó tan alto como las estrellas que solamente Galileo podía observar, porque el logotipo del Cervantino 37, dedicado a ese científico, es un personaje como salido de un óleo de Rufino Tamayo que esgrime un telescopio pero que, lo confirmó días antes en esta misma Albóndiga el gran cronopio Paquito D’Rivera, en realidad pulsa un clarinete, claro y neto.
Ese personaje tamayístico, ese logotipo cervantino, esplende arriba del escenario de la Albóndiga. Y desde ahí, luego de empaparse de lluvia y gospel, Galileo podía observar las estrellas y todos los astros a pesar de las nubes, porque él p’arriba sí sabe mirar, parafraseando a José Alfredo.
Y entonces parecía decir el personaje tamayiano con su telescopio-clarinete desde arriba de la Albóndiga de Granaditas: y sin embargo se mueve.
Y todos se movieron, se conmovieron con una inolvidable liturgia laica de gospel, una sesión espiritista a punta de purititos spirituals. Que sin embargo conmueven.