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Brandes presenta a Nietszche con su propia visión crítica. En su ensayo destaca la importancia de Así habló Zaratustra; sin embargo, no comparte la opinión del autor en cuanto a valorarla como su obra maestra, pues le parece que no tiene la suficiente plasticidad; es monótono su discurso, aunque su estilo es sonoro; si algo admira en él es ese entreveramiento de logos y poesía. Es un libro claro por su alegría, pero oscuro por su lenguaje enigmático; un libro para temerarios, para “escaladores de montañas morales”. No tenemos por qué dudar del buen juicio de Brandes, pero Zaratustra señala un momento decisivo en el pensamiento de Nietzsche: el de “sí” a la vida, a ésta y a ninguna otra, a lo que ofrece como posibilidad, como inventiva, allende la moral con su tumulto asfixiante de deberes; a la vida que irrumpe con su alegría, sus horrores, en las convenciones sepulcrales, en la rutina de un vivir con sus falsas certezas. ¿Qué atrajo a Brandes de la obra nietzscheana? Me atrevo a afirmar que su aliento romántico, pues, a despecho de su crítica al romanticismo, el discurso del alemán fluye dentro de esa gran corriente espiritual , aunque, como lo apunta Safransky, “Nietzsche de ninguna manera era un romántico en el sentido de un retorno al cristianismo, pero lo era por la forma en que entendía lo dionisíaco como centro de incitación de lo real. Lo mismo que los románticos, empeña su lanza contra la somnolencia de la moral convencional […] se siente impulsado también por la aspiración romántica de lo salvaje, a lo monstruoso […] no va en la dirección de la gran quietud, sino que se dirige a la aventura…” ¿Qué agradecerle a Brandes? Su lectura inteligente y serena que nos abre la puerta de la casa de los enigmas nietszcheanos, hecha de razón y sinrazón, de poesía y profecía; casa habitada por un Nietszche desgarrado en su aislamiento, en una misantropía de la que emana, paradójicamente, su grande amor a la humanidad, a ratos despectivo respecto de la plebe y de lo plebeyo, pero obstinado en su confianza de que la humana criatura sabrá, con su inmenso potencial, alcanzar otros horizontes, los del superhombre, no en un sentido biológico, sino moral, semilla de una civilización postcristiana, que, siendo futuro, a la par regresa a la comarca donde rigen los ideales de Dionisos, a ese reino de los sueños de su amada Grecia, la suya, pues que no hay una sola Grecia, sino tantas como las que cada quien elabora en su imaginación, aunque siempre sensual, alegre, trágica, la Grecia de los inconformes con una Europa que prepara sus armas para el sacrificio más cruento de la historia.
Y también hemos de agradecerle a Brandes haber dado pie a que Niezsche se mostrara de cuerpo entero, humano, en toda su grandeza y con sus debilidades, enfermizo, inseguro, pero también afable, agradecido, sencillo, capaz de dialogar, aunque sólo hasta cierto punto, con alguien que, en muchos aspectos, se perfila como superior a él, más cosmopolita, dispuesto siempre a aprender de los demás; un Nietzsche cuya lucidez se extravía en la noche de su propio desorden interior y llega a creer que pronto “el mundo se estremecerá convulsionado ante la gran debacle de la que soy factótum”, después de haberse definido a sí mismo como vir oscurissimus, como “bestia valiente” que navega a contracorriente, ignorado justamente porque intenta no sólo comprender, con pasión y angustia, una cultura enferma, decadente y, sin embargo, segura de sí misma, del progreso que representa. Progreso falso, pues, dice Brandes, para él, “la magnitud de un progreso se mide por la importancia de los sacrificios que exige. Una higiene que mantiene vivos a millones de seres débiles e inútiles que hubieron debido morir, no es un progreso verdadero”. La empresa editorial Sexto Piso ha puesto a nuestra disposición, en castellano, el ensayo de Brandes, las veintidós cartas que testimonian la amistad entre el erudito danés y el genio alemán, amén de un artículo necrológico de Brandes, fechado en 1900, año de la muerte de Niezsche, y una nota aclaratoria sobre los síntomas de los desvaríos nietzscheanos: defensa contra quienes pretendían ofuscar la gloria del genio y lamento: “¡Era terriblemente triste ver cómo en algunas semanas se había apagado la última chispa de su razón, y observar la manera en que un hombre genial, que no tiene semejante, se ha transformado en una pobre y lastimosa criatura”. Brandes era sólo dos años mayor que Nietzsche y le sobrevivió veintisiete. Con seguridad esa breve amistad, lejana pero cálida, con el portento, deja en él una profunda huella espiritual, un dolor imborrable que inferimos del tono mismo de su “artículo necrológico”, alusivo a la tragedia de Nietzsche, a la ironía de su destino, pues “llegó la felicidad ansiada, golpeó su puerta, pero el desgraciado no respondió al encontrarse preso de sus alucinaciones”. ¿Qué fue lo que más admiró Brandes? “La grandiosidad de un estilo al que dedicó toda su vida”. Pero ¿en qué consistió tal grandiosidad? Me parece que no se refiere tanto a la escritura como a algo que está más allá, a ese fuego en el que se autoinmoló aquel hombre genial en su combate imposible contra toda una civilización envenenada por el espíritu cristiano; grandiosidad que es sacrificio, tan personal que sólo un iniciado pudo asumir. Dudo, sin embargo, que Brandes se haya dejado tocar por ese fuego. Ya en sus cartas dejó constancia de aquello que lo apartaba de su amigo. Brandes era un librepensador, anticlerical, pero no un misógino; le chocaban ciertas filípicas nietzscheanas y se rehusaba a aceptar consideraciones que apenas valoraba como hipotéticas, pero expuestas con tal fuerza que podían seducir a algunas almas ya distraídas, ya desesperadamente anhelantes de una renovación moral. Mas a despecho de sus firmes convicciones intelectuales y políticas, Brandes se dio a la tarea de comprender y difundir una presencia que merecía la atención del mundo. |