e querido escribir y he desistido porque el diluvio de malas noticias me ha rebasado. Por donde se asome la vista, se perfila algo ominoso, injusto, abusivo. Me parece que el país vive en el desconcierto más grande, en la desilusión más completa. Como un castillo de naipes que se viene abajo, así parece ser este tiempo donde los asideros se desvanecen y nos precipitan al desastre.
Pienso que la descomposición es tan grande que incluso la reiteración en el discurso sobre nuestro ingreso a la democracia se ha atenuado. ¿Así de triste es la democracia? Hemos presenciado los gastos escandalosos para el fortalecimiento
de los partidos y hemos visto su triste resultado. Hemos visto sus anchas espaldas frente a la ciudadanía y la defensa de sus prebendas, la defensa de los miembros de las respectivas tribus más allá del interés por el bien de la sociedad a la que se deben. Hemos visto muchas cosas, no así, su trabajo esforzado para con los contribuyentes.
Hemos visto y escuchado el jaloneo de números del presupuesto federal de ingresos y egresos. Y nos ronda (me ronda) el escepticismo. ¿Se usará realmente ese cuestionado 2 por ciento para los pobres? O, diría yo, ¿para cuáles pobres?, ¿para los que se alineen con el partido del gobierno? Y el resto de los pobres algo menos pobres ¿tendrán por fuerza que pagar más por todo? ¿Tendrán recursos suficientes para unos precios encarecidos?
Hace ya muchos años la empresa editorial donde yo trabajaba fue invitada por la Presidencia de la República para hacer un reportaje. Yo fui una de quienes abordaron uno de los aviones presidenciales y después un helicóptero hasta el propio lugar para apreciar ahí sus condiciones y saber a qué atenerse el mero día. No llegué a percatarme más que del edificio colonial donde iba a realizarse la magna reunión. Nada más. Nunca olvidaré mi sensación de que era perfectamente imposible así vislumbrar algo. Entonces pensé y lo sigo pensando: los políticos pueden viajar por todo el país, pero es como si no salieran jamás de su oficina. En esas condiciones la realidad es invisible. Y otro tanto les sucede a los grandes empresarios que defienden sus privilegios con la misma ferocidad que lo hacen los altos funcionarios gubernamentales y que son ciegos (mejor sería decir, indiferentes) para el estado de una gran mayoría de ciudadanos. Bueno, los diputados ya no recibirán su fistol de oro.
Desde las altas plataformas, las circunstancias del país cobran otros tintes. El descontento se escucha en sordina, no hay necesidad siquiera de cerrar los ojos o taparse los oídos, porque la vida en las alturas tiene otros ejes.
El reciente asunto de Luz y Fuerza del Centro es tan importante que está en la punta de la lengua o de la pluma de mucha gente. Las opiniones son muy encontradas. No es fácil llegar a una conclusión porque son muchas las aristas. La corrupción de los grandes sindicatos es un secreto a voces y éste de ninguna manera es la excepción. ¿Pero será el caso de todos los trabajadores afiliados? ¿Serán ellos los culpables de su número excesivo, que los ha llevado al desempleo en medio de la crisis? O se trata de algo que los rebasa y que es la constante corrupta en el país en cualquier dirección que se mire. ¿Y los otros grandes sindicatos seguirán el mismo curso? Porque, de ser así, todos –creo yo– aplaudiríamos una medida que llevara al menos a un rubro al saneamiento económico y moral.
Finalmente, no es difícil pensar que la educación –la buena educación– hace mejores ciudadanos. Pero, ¿la tenemos? Aquí sí que no me detengo ni un instante a pensar. La obviedad de la carencia vuelve innecesario bordar sobre ello. La ignorancia es apabullante y claro que me refiero a gente escolarizada. Muchas horas de muchos años que no le aportaron nada al alumno, y que su conocimiento en todas las áreas es tan exiguo, que se vuelve casi inexistente. ¿Habrá aquí también una decisión que cambie la fuerza gigantesca del sindicato de maestros, las prebendas de los elegidos, la mediocridad del programa de estudios? Me parece pertinente aclarar que, a lo largo del tiempo y como excepción, me he encontrado con algún docente entregado con eficacia a su labor.
Podría mencionar también el sindicato de los petroleros, porque adolece de todo lo de los anteriores, pero sus lacras son bien conocidas. Me atrevo a afirmar que en los tres casos, y claro que incluyo esas otras siglas de viejo cuño que aglutinan sindicatos perfectamente charros. Entre los directivos de las diferentes empresas estatales y paraestatales y las cabezas de los sindicatos hay un obvio contubernio del conocimiento de todos, de la impotencia en la acción de todos. Y existe el silencio interesado de quienes podrían tener capacidad de gestión, que por supuesto no van a ejercer. Esto no sólo compete a un sindicato, así que, en su estrepitosa caída, el Sindicato Mexicano de Electricistas debería llevarse a otros muy parecidos en ella.
Y ¿qué hay con el dispendio de gastos de la elite política y empresarial? ¿Qué con la división irreconciliable entre un México y el otro? He escuchado el discurso petulante, descalificador de los favorecidos por la fortuna. Pero asimismo he escuchado el discurso rabioso de quienes sufren las consecuencias de la caída de la economía, de sus precarias condiciones, o de los que no tienen empleo o que su remuneración es más que insuficiente. Es como si tratara de dos naciones en dos extremos del mundo.
Sucede que no es así, sólo que unos tienen el magno poder y el dinero y otros, el número enorme que los constituye. Pero, tristemente, sobre nosotros se extiende la sombra ominosa de la corrupción que aqueja a un país que paso a paso ha ido perdiendo consistencia por sus muchos yerros, por la falta de visión de quienes, insertos en la política, las finanzas, el manejo social claudican ante los intereses personales o de grupo.
Dejo para otro momento la violencia e inseguridad crecientes, así como la clara injerencia de la Iglesia católica en las políticas de Estado.