El último suspiro del Conquistador / VI
a señora Eduviges Manzano, madre de Jacinta, había esperado muchos meses el momento de hablar con su hija. Y he ahí que ésta, tras un año de ausencia, aparecía de pronto, de la mano de un hombre desconocido, le arrojaba un saludo insípido y se dirigía a trompicones a la bodega de la azotea, y cuando descubría que su amorosa mamá había escombrado y limpiado ese espacio, se echaba a llorar, maldecía y se iba de la casa como había llegado, como poseída, jalando tras de sí a ese novio, o amante, o prometido, o lo que fuera; y se largaba sin preguntar por la salud de ella, de Eduviges y, lo más importante, sin preguntar por papá, el hombre de su vida (o sea, la de ella, de Eduviges), el marido trabajador y sin vicios que les había dado todo aunque él había salido de la nada, el humilde joven que empezó a trabajar como mozo en un despacho y se jubiló como gerente de sucursal; el ser humano discreto que escuchaba y escuchaba y escuchaaaaaaba los problemas ajenos sin abrumar a nadie con los propios, el enigmático cuya vida se encontraba tan bien aceitada que parecía no tenerla, el hombrecillo gris, el reservado que dejó de hablar con ella hasta de las cosas más insignificantes, el adulto mayor que empezó a llenarse de escondrijos y de cajones con llave, el maniático que gritaba: ¡no me toques mis cosas!
cuando ella pretendía sacudir y poner orden, el maldito bastardo que acababa de largarse con una enfermera gorda y piruja a la que conoció en el hospital cuando lo operaron de hemorroides; y ella (doña Eduviges, claro), que tan abnegadamente lo había atendido en casa después de la intervención quirúrgica, que le había limpiado el... el... pues sí: el culo, con el mismo esmero y cuidado con que pulía el borde de plata del camafeo que heredó de su abuela; ella, Eduviges Manzano, se veía sometida al escarnio y la murmuración de los vecinos porque, para colmo, el desgraciado había sacado sus maletas de la casa a las dos y media de la tarde, justo a la hora en que regresaban de la escuela los nietecitos de la señora Martínez, que es tan chismosa, y se había tragado el coraje y el orgullo y no había querido contarle nada a Jacinta, ni por correo ni por teléfono, para no echarle a perder su estancia en Europa...
* * *
Conforme se hacía viejo, notaba el incremento de un peso en el cuerpo. No eran sólo los años, ni la fatiga de las batallas, de las cabalgatas y de los trabajos sin número por los que había pasado, y ni siquiera las intrigas inacabables de la Corte (más cuenta me habría tenido conquistar Sevilla y Madrid que no la Tenochtitlan
, pensaba, ante cada nuevo enredo en el que se veía envuelto), sino porque a cada paso se topaba con la futilidad de su soberbia. Cuando lo asaltaban esos pensamientos procuraba apaciguarlos formulando alguna pregunta a Tomás, su brujo de Chiapas, y como aquello ocurría con mayor frecuencia mientras avanzaba en edad, dio y tomó por mantenerlo a su lado en todo momento. Él preguntaba y el brujo le respondía cosas que no parecían tener sentido pero que, sin embargo, le daban alguna serenidad. Él preguntaba y Tomás respondía. Así era siempre. En su última travesía a la Península, una noche de calma chicha a mitad del océano, cuando ambos paseaban en silencio sus insomnios por la cubierta de la nao, le sorprendió y le admiró que el indio maya lo interrogara a él, a don Hernando Cortés, con la misma parsimonia y parquedad que ponía en sus respuestas:
–¿Qué te pesa?
La claridad de la respuesta llegó a su cabeza mucho antes que a su lengua y sintió un sofoco. No deseaba responder, pero lo hizo:
–Los remordimientos.
* * *
Don Rufina era un hombre bondadoso y simple. Relegaba sus necesidades para satisfacer las de los demás y era capaz de dar la vida por un desconocido. Como todas las personas de esas características, Don Rufina la pasaba mal en sociedad, pero él tenía una dificultad adicional: toda su vida consciente se había sentido prisionera en un cuerpo equivocado.
Siendo niña sufrió intensamente cuando lo obligaron a transitar por las iniciaciones espinosas de la masculinidad. Ella habría preferido actividades más tersas, pero era el único hijo varón (no: ella no se sentía varón, y por tanto, no lo era) entre tres hermanas, y si no hubiese tenido pene y testículos de nacimiento, su progenitor habría ordenado que se los injertaran. Desde pequeña fue sometida a clases de boxeo, macerada en el arte de los albures por su propio padre y conducida por sus tíos machorrones a un estreno sexual infortunado con una prostituta cincuentona que manifestaba su impaciencia masticando chicle en alto volumen mientras él trataba de salir del paso en la forma menos humillante posible.
Muy joven aún, Don Rufina se fugó de la casa. Fue garrotero, merolico, mimo y payaso de semáforo. Trabajaba vestida de hombre y vivía vestido de mujer. Luego, por un milagro, fue aceptada como integrante de un equipo de ventas de recipientes plásticos y en esas lides, tocando de puerta en puerta para ofrecer su mercancía, conoció a la señora Eduviges, una consumidora fanática de topers
que empezó a pedirle cantidades copiosas de los azules cuadrados y medianos, de los amarillos redondos grandes, de los aplanados rosas para el lunch de la niña... Cuando una de sus compañeras de trabajo descubrió, por accidente, que Don Rufina tenía anatomía de hombre, el chisme cundió y fue despedida de la empresa. Pero para entonces, él ya había establecido relaciones con muchas amas de casa y se le facilitó el tránsito a su siguiente ocupación: la de ropavejero, o chacharera, o tlacuache, como llamaba Cri-Cri a las personas que comercian (compro, vendo, cambio, cambio, compro y vendo por igual
) con cosas viejas. Logró hacerse de un pequeño puesto en el mercado de La Lagunilla; su negocio prosperó y, ya independiente, resolvió no volver a ponerse jamás prendas de vestir masculinas y cambiar de modo definitivo su nombre de bautismo, Rufino, por Rufina. Poco a poco, Don Rufina ganó respetabilidad entre los locatarios del mercado, quienes de todos modos hacían notar el tema combinando el trato de don
con el nombre femenino. A ella no le importaba y, fuera cierto o no, sentía que esa pequeña pulla era una expresión de cariño.
Don Rufina creyó que había corrido con suerte el día que tocó el timbre de la señora Eduviges y ésta, al abrir la puerta, puso cara de felicidad:
–¡Don Rufina, qué bueno que pasó! Fíjese que me decidí a escombrar el cuarto de servicio y tengo un montón de cosas...
La comerciante examinó a conciencia y con honradez las chácharas que le ofrecían; abrió una caja de cartón que estaba entre los trebejos, vio en su interior un frasco de vidrio soplado que parecía antiguo y lo separó del conjunto. Tasó de manera justa, hizo sumas en su cuaderno mugriento y concluyó:
–Le puedo dar... cuatrocientos doce pesos por todo.
–Lo que usted diga, Don Rufina, lo que usted diga –se alegró el ama de casa.
–Por todo, quiero decir –corrigió la chacharera–, menos por ese frasco que puse aparte. Ese es bueno, señora Eduviges, pero yo no sabría decirle cuánto vale. ¿Por qué no lo lleva con un anticuario?
–Ay, no, cómo cree. Se lo regalo.
–Don Rufina sopesó la oferta en la báscula de su conciencia y la aceptó. A fin de cuentas, ella había formulado la advertencia. Envolvió el frasco entre periódicos viejos, lo devolvió a la caja de cartón, pagó de manera escrupulosa, se despidió, rellenó con los objetos obtenidos su Ford Fairmont, casi tan viejo como la armadura de Hernán Cortés, y emprendió, muy satisfecha, el trayecto a La Lagunilla.
(Continuará)
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