n la estación, los parientes avanzaban junto al tren humeante. A cada paso agitaban el brazo levantado y hacían señas.
Un joven estaba de pie tras la ventanilla del tren. El cristal le llegaba hasta debajo de los brazos. Sostenía un ramillete ajado de flores blancas a la altura del pecho. Tenía la cara rígida.
Una mujer joven salía de la estación con un niño de aspecto inexpresivo. La mujer tenía una joroba.
El tren iba a la guerra.
Apagué el televisor.
Papá yacía en su ataúd en medio de la habitación. De las paredes colgaban tantas fotos que ya ni se veía la pared.
En una de ellas papá era la mitad de grande que la silla a la cual se aferraba.
Llevaba un vestido y sus piernas torcidas estaban llenas de pliegues adiposos. Su cabeza, sin pelo, tenía forma de pera.
En otra foto aparecía en traje de novio. Sólo se le veía la mitad del pecho. La otra mitad era un ramillete ajado de flores blancas que mamá tenía en la mano. Sus cabezas estaban tan cerca una de la otra que los lóbulos de sus orejas se tocaban.
En otra foto se veía a papá ante una valla, recto como un huso. Bajo sus zapatos altos había nieve. La nieve era tan blanca que papá quedaba en el vacío. Estaba saludando con la mano levantada sobre la cabeza. En el cuello de su chaqueta había unas runas.
En la foto de al lado papá llevaba una azada al hombro. Detrás de él, una planta de maíz se erguía hacia el cielo. Papá tenía un sombrero puesto. El sombrero daba una sombra ancha y ocultaba la cara de papá.
En la siguiente foto, papá iba sentado al volante de un camión. El camión estaba cargado de reses. Cada semana papá transportaba reses al matadero de la ciudad. Papá tenía una cara afilada, de rasgos duros.
En todas las fotos quedaba congelado en medio de un gesto. En todas las fotos parecía no saber nada más. Pero papá siempre sabía más. Por eso todas las fotos eran falsas. Y todas esas fotos falsas, con todas esas caras falsas, habían enfriado la habitación. Quise levantarme de la silla, pero el vestido se me había congelado en la madera. Mi vestido era transparente y negro. Crujía cuando me movía. Me levanté y le toqué la cara a papá. Estaba más fría que los demás objetos de la habitación. Fuera era verano. Las moscas, al valor, dejaban caer sus larvas. El pueblo se extendía bordeando el ancho camino de arena, un camino caliente, ocre, que le calcinaba a uno los ojos con su brillo.
El cementerio era de rocalla. Sobre las tumbas había enormes piedras.
Cuando miré el suelo, noté que las suelas de mis zapatos se habían vuelto hacia arriba. Me había estado pisando todo el tiempo los cordones, que, largos y gruesos, se enroscaban en los extremos, detrás de mí.
Dos hombrecillos tambaleantes sacaron el ataúd del coche fúnebre y lo bajaron a la tumba con dos cuerdas raídas. El ataúd se columpiaba. Los brazos y las cuerdas se alargaban cada vez más. Pese a la sequedad, la fosa estaba llena de agua.
Tu padre tiene muchos muertos en la conciencia, dijo uno de los hombrecillos borrachos.
Yo le dije: estuvo en la guerra. Por cada veinticinco muertos le daban una condecoración. Trajo a casa varias medallas.
Violó a una mujer en un campo de nabos, dijo el hombrecillo. Junto con cuatro soldados más. Tu padre le puso un nabo entre las piernas. Cuando nos fuimos, la mujer sangraba. Era una rusa. Después de aquello, y durante semanas, nos dio por llamar nabo a cualquier arma.
Fue a finales de otoño, dijo el hombrecillo. Las hojas de los nabos estaban negras y pegadas por la helada.
El hombrecillo colocó luego una piedra gruesa sobre el ataúd.
El otro hombrecillo borracho siguió hablando:
Ese Año Nuevo fuimos a la ópera en una pequeña ciudad alemana. Los agudos de la cantante eran tan estridentes como los gritos de la rusa. Abandonamos la sala uno tras otro. Tu padre se quedó hasta el final. Después, y durante semanas, llamó nabos a todas las canciones y a todas las mujeres.
El hombrecillo bebía aguardiente. Las tripas le sonaban. Tengo tanto aguardiente en la barriga como agua subterránea hay en las fosas, dijo.
Luego colocó una piedra gruesa sobre el ataúd.
El predicador estaba junto a una cruz de mármol blanco. Se dirigió hacia mí. Tenía ambas manos sepultadas en los bolsillos de su hábito.
El predicador se había puesto en el ojal una rosa del tamaño de una mano. Era aterciopelada. Cuando llegó a mi lado, sacó una mano del bolsillo. Era un puño. Quiso estirar los dedos y no pudo. Los ojos se le hincharon del dolor. Rompió a llorar en silencio.
En tiempos de guerra uno no se entiende con sus paisanos, dijo. No aceptan órdenes.
Y el predicador colocó luego una piedra gruesa sobre el ataúd.
De pronto se instaló a mi lado un hombre gordo. Su cabeza parecía un tubo y no tenía cara.
Tu padre se acostó durante años con mi mujer, dijo. Me chantajeaba estando yo borracho y me robaba el dinero.
Se sentó sobre una piedra.
Luego se me acercó una mujer flaca y arrugada, escupió a la tierra y me dijo: ¡qué asco!
La comitiva fúnebre estaba en el extremo opuesto de la fosa. Bajé la mirada y me asusté, porque se me veían los senos. Sentí mucho frío.
Todos tenían los ojos puestos en mí. Unos ojos vacíos. Sus pupilas punzaban bajo los párpados. Los hombres llevaban fusiles en bandolera, y las mujeres desgranaban sus rosarios.
El predicador se puso a juguetear con su rosa. Le arrancó un pétalo color sangre y se lo comió.
Me hizo una señal con la mano. Me di cuenta de que tenía que decir unas palabras. Todos me miraban.
No se me ocurría nada. Los ojos se me subieron por la garganta a la cabeza. Me llevé la mano a la boca y me mordí los dedos. En el dorso de mi mano se veían las huellas de mis dientes. Unos dientes cálidos. Por las comisuras de los labios empezó a gotear sangre sobre mis hombros.
El viento me había arrancado una de las mangas del vestido, que ondeaba ligera y negra en el aire.
Un hombre apoyó su bastón de caminante contra una gruesa piedra. Apuntó con un fusil y disparó a la manga. Cuando cayó al suelo ante mi cara, estaba llena de sangre. La comitiva fúnebre aplaudió.
Mi brazo estaba desnudo. Sentí cómo se petrificaba al contacto con el aire.
El predicador hizo una señal. Los aplausos enmudecieron.
Estamos orgullosos de nuestra comunidad. Nuestra habilidad nos preserva del naufragio. No nos dejamos calumniar. En nombre de nuestra comunidad alemana serás condenada a muerte.
Todos me apuntaron con sus fusiles. En mi cabeza retumbó una detonación ensordecedora.
Me desplomé y no llegué al suelo. Permanecí en el aire, flotando en diagonal sobre sus cabezas. Fui abriendo suavemente las puertas, una a una.
Mi madre había vaciado todas las habitaciones.
En el cuarto donde habían velado el cadáver se veía ahora una gran mesa. Era una mesa de matarife. Encima había un plato blanco vacío y un florero con un ramillete ajado de flores blancas.
Mamá llevaba puesto un vestido negro y transparente. En la mano tenía un cuchillo enorme. Se acercó al espejo y se cortó la gruesa trenza gris con el cuchillo enorme. Luego la llevó a la mesa con ambas manos y puso uno de sus extremos en el plato.
Vestiré de negro toda mi vida, dijo.
Encendió uno de los extremos de la trenza, que iba de un lado a otro de la mesa. La trenza ardió como una mecha. El fuego lamía y devoraba.
En Rusia me cortaron el pelo al rape. Era el castigo más leve, dijo. Apenas podía caminar de hambre. De noche me metía a rastras en un campo de nabos. El guardián tenía un fusil. Si me hubiera visto, me habría matado. Era un campo silencioso. El otoño tocaba a su fin, y las hojas de los nabos estaban negras y pegadas por la helada.
No volví a ver a mi madre. La trenza seguía ardiendo. La habitación estaba llena de humo.
Te han matado, dijo mi madre.
No volvimos a vernos por la cantidad de humo que había en la habitación. Oí sus pasos muy cerca de mí. Estiré los brazos tratando de aferrarla.
De pronto enganchó su mano huesuda en mi pelo. Me sacudió la cabeza. Yo grité.
Abrí bruscamente los ojos. La habitación daba vueltas. Yo yacía en una esfera de flores blancas ajadas y estaba encerrada.
Luego tuve la sensación de que todo el bloque de viviendas se volcaba y se vaciaba en el suelo.
Sonó el despertador. Era un sábado por la mañana, a las seis y media.
Éste es el primer relato del libro En tierras bajas (Siruela), de Herta Müller, que ofrecemos a nuestros lectores con autorización del sello editorial