a intensificación y ampliación de la proyección militar de Estados Unidos sobre América Latina ocurre cuando se agudiza una crisis de acumulación detectada desde hace 40 años, que adquirió manifestaciones sólo comparables con la gran depresión. No es asunto cíclico sino estructural. La fuerte militarización y para-militarización de esa política exterior, síntoma de debilitamiento hegemónico, es expresión de la existencia de un conjunto de límites inevitables, pero también de resistencias monopólicas (paradigmáticas) y fracasos históricos, tácticos y estratégicos.
Lo que está en juego es una premisa básica de la pax americana después de la Segunda Guerra Mundial: que el capitalismo mundial se transformaría en un sistema unificado bajo la hegemonía de Washington y que, como plantean Gabriel y Joyce Kolko, el capitalismo dejaría de estar dividido entre rivales autónomos
(The Limits of Power, New York, Harper, 1972). Los descalabros bélicos en Eurasia (Corea, Vietnam y ahora en Irak y Afganistán, etcétera) y los retos de corte económico-empresarial planteados por Europa y Asia, en áreas tan significativas como la balística intercontinental, las armas biológicas, convencionales y termonucleares, los, submarinos, los despliegues satelitales, las industrias aeroespacial, naval, electrónica y automovilística –etcétera–, pusieron en entredicho el logro de una primacía centrada en la capacidad de Estados Unidos para re-estructurar en función de sus grandes empresas.
Por añadidura irrumpieron inquietantes vulnerabilidades gestadas por una progresiva dependencia estratégica
, agravada durante los últimos decenios por resistencias monopólicas
, ante el fin de los hidrocarburos convencionales en Estados Unidos (desde principios de los años 70) y los límites atmosféricos ante la quema de combustibles fósiles. Una precariedad que se amplía por un notable déficit en una gama cada vez más amplia de minerales y metales.
Es paradójico, pero no sorpresivo, que los fracasos se hayan gestado a la sombra de los grandes éxitos geopolíticos y geo-económicos: después de las dos grandes conflagraciones bélicas del siglo pasado el hemisferio occidental
–que incluye a Canadá–, y sin heridas directas de esas guerras, queda verticalmente integrado
con EU, a la vez que dicha potencia, ocupa militarmente los principales polos económicos de Eurasia –con la excepción de la URSS-Rusia y China–, y en las Américas como el polo supremo de poder económico-militar desde donde, para usar terminología de Liddel Hart, se articularía la estrategia global hacia delante
.
Pero la preponderancia de instrumentos militares y de inteligencia en áreas de importancia estratégica por sus recursos naturales (Oriente Medio, el Cáucaso, África, y ese mismo dominio sobre un Hemisferio utilizado como reserva estratégica
), gestaron un freno
en los avances tecnológicos requeridos para la competitividad, para el ahorro y la diversificación energética. El fenómeno se profundiza con el gobierno de Reagan, como lo documenta Paul Roberts (The End of Oil 2004), enfatizando los objetivos de lucro e imponiendo lineamientos de los poderosos cabildos petroleros, gaseros, carboníferos y automovilísticos; limitando recursos universitarios y federales para la investigación y desarrollo en energía, todo bajo el lema militar dirigido al ciudadano medio: no se necesita conservar: nosotros iremos y conseguiremos el petróleo
. En 1994 por primera vez en la historia EU importó más petróleo que el que producía lo que a su vez acicateó más militarización con Bush-Cheney, bajo otra divisa, esta vez de los consumidores al Pentágono y que empezó a leerse en los vehículos que recorrían las carreteras de costa a costa en medio de una brutal carnicería en Irak y cuando Sadam todavía vivía: “kick his ass and get the gas”. El predicamento hegemónico reside en que hoy América Latina y el mundo se unifican en el rechazo a esta barbarie genocida para acceder a los recursos.
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