legar con anticipación a una cita puede otorgar la suerte de ese encuentro que alcanza el extravío. Gocé de ese afortunado azar al llegar temprano a una visita de la exposición Teotihuacán: cite des dieux. El silencio y el vacío reinaban en el lugar: pude contemplar, durante largos momentos que se extendían a confines del tiempo, piedras aún palpitantes, de fuego volcánico, de manos de hombre que las esculpieron. El silencio de un mundo desaparecido, más inquietante, más turbador que la Luna o cualquiera de los otros astros de la galaxia, parecía murmurar algunos ecos de sus enigmas sin revelarme nada más que su misterio.
La exposición de 450 piezas prehispánicas tiene lugar en el magnífico Museo Quai Branly, creado a iniciativa del ex presidente Jacques Chirac para alojar y dar la importancia debida a las artes de Asia, Oceanía, África y América. Atravieso entre la vegetación venida de esos lejanos países para acceder a la entrada del recinto, ideado y construido por el arquitecto Jean Nouvel y un grupo de paisajistas y jardineros. Esa travesía, en apariencia tan breve, quizás parte del viaje que me invitarán a compartir las piedras vivas, las obsidianas que respiran, el jade que suspira; me prepara, casi como una iniciación, al encuentro inesperado. Ahí, frente a la Calzada de los Muertos de la enorme maqueta que reproduce el sitio de Teotihuacán, entre los jaguares y las serpientes de piedra, la cabeza de un viejo hombre transformado en su propia urna, Tláloc cargando sus propias cenizas, deliciosas figurillas que acaso fueron los juguetes de un juego hechizador e incesante, escucho las voces acalladas y serenas que el tiempo me devuelve.
La luz cambia –los escenógrafos de la exposición instalaron un dispositivo que varía su intensidad cada 20 minutos–, de tal manera que las piedras emergen de la penumbra y se hunden en la claridad que emana de ellas. Durante unos segundos, según las manecillas del reloj, durante un tiempo indeterminado, sin linderos, según ese otro tic tac que obedece al ritmo de latidos más lejanos, no sé dónde estoy porque estoy en esa otra parte, ese ailleurs, que Rimbaud llamaba la vraie vie. Vuelvo a ver la luz amarillenta, cansada, llegar al término de su viaje, desplomarse de un cielo cargado de presagios que augura el fin del mundo tan temido y el nacimiento de otro tan esperado. La misma luz de una mañana polvosa, cuyos destellos centelleaban contra los cientos de estatuas prehipánicas, vivientes, amenazadoras y mortales, cuando visité el Anahuacalli. Ese imponente edificio construido en forma de teocalli para acoger las representaciones de dioses que no cesan de removerse y sacudir el polvo que dejan los siglos: la colección de objetos prehispánicos de Diego Rivera.
Si mi extravío fue tan imaginario como instantáneo, no por eso había sido menos real. De la misma realidad de las piedras labradas, las cerámicas, las sonrisas enigmáticas de las estatuillas, los ojos atónitos de las máscaras. En efecto, gran parte de las 450 piezas expuestas en la Galerie Jardin del Museo Quai Branly provienen de la colección Diego Rivera. Muchas de ellas nunca exhibidas en parte alguna, 90 por ciento viajan por vez primera a Europa. Un viaje que es despertar de un sueño, y porque acaso, como escribió Jacques Bellefroid, le voyage est une insomnie
, las estatuas han vuelto a abrir los ojos y dejan ver, a quienes las miran con atención, tal vez con ternura y sin miedo, las almas que encierran, las de esos hombres sacrificados sobre ellas, para impregnarles vida con su sangre y atraer las bondades de dioses a veces caprichosos.
Camino entre las vitrinas donde se exhiben las piezas de esta exposición, sin lugar a dudas la más rica que se ha realizado en Europa sobre el arte prehispánico. Una luminosa ventana de México abierta en el laberíntico Museo Quai Branly , gracias al arqueólogo Felipe Solís, cuyo espíritu debe errar hoy entre esas piedras aún palpitantes.