e nos repite incansablemente que el camino electoral es el único para transformar el país, para agregar de inmediato que la vía armada es inaceptable.
Este catecismo de la religión democrática encierra una doble falacia.
El camino electoral es también el de las armas. Está sembrado de cadáveres y desemboca inevitablemente en un régimen basado en la violencia. El monopolio de la violencia legítima
se ha otorgado al gobierno en el Estado-nación para proteger a la gente, para garantizarle seguridad, pero se usa para lo contrario: protege de los ciudadanos a los poderes constituidos. La vía electoral sólo sirve para definir, tramposamente, quién estará a cargo del gatillo.
De otro lado, la disyuntiva así planteada es falsa. No estamos atrapados en ella quienes rechazamos desde hace tiempo los procedimientos electorales y el régimen representativo a que conducen y que formamos ya, probablemente, una creciente mayoría. Contamos con una variedad de opciones.
Esa disyuntiva fue planteada convencionalmente para definir caminos alternativos para la toma del poder
: la conquista del poder político en el seno del Estado-nación. No es esto lo que persigue la lucha actual.
La cuestión del poder se plantea hoy de otro modo. “Pensamos –dijo el subcomandante Marcos en 1996– que había que replantear el problema del poder, no repetir la fórmula de que para cambiar el mundo es necesario tomar el poder y ya en el poder, entonces sí lo vamos a organizar como mejor le conviene al mundo, es decir, como mejor me conviene a mí que estoy en el poder. Hemos pensado que si concebíamos un cambio en la premisa de ver el poder, el problema del poder, planteando que no queríamos tomarlo, esto iba a producir otra forma de hacer política y otro tipo de político, otros seres humanos que hicieran política diferente a los políticos que padecemos hoy en todo el espectro político.” (EZLN, Crónicas intergalácticas, 1996, 69).
Al deslindarse de la tradición guerrillera y la vía armada, los zapatistas advirtieron que dejaba siempre pendiente el lugar de la gente. “Está un poder opresor que desde arriba decide por la sociedad, y un grupo de iluminados que decide conducir al país por el buen rumbo y desplaza a ese otro grupo del poder, toma el poder y también decide por la sociedad. Para nosotros ésa es una lucha de hegemonías… No se puede reconstruir el mundo, ni la sociedad, ni reconstruir los estados nacionales ahora destruidos, sobre una disputa que consiste en quién va a imponer su hegemonía en la sociedad.” (Subcomandante Marcos en Ramón Lopes 2001, 144)
Replantear la cuestión del poder significa primordialmente señalar que no consiste en conquistar un dispositivo de opresión que se ha considerado neutro: será fascista si lo toman los fascistas, revolucionario si está en manos de revolucionarios, demócrata si los demócratas triunfan. Que el pueblo expulse a los usurpadores y el Estado se encargará de todo
, decía irónicamente Poulantzas…
Lo que hace falta para una transformación real del país, dejando atrás esa peligrosa ilusión, es destruir la maquinaria estatal, como señaló Marx con claridad al examinar el caso de la Comuna de París. Lo planteó Foucault en términos contemporáneos. Unos plantean sustituir la ideología sin modificar las instituciones y otros proponen cambiar éstas sin alterar el rumbo ideológico. (Todo marchará bien si yo estoy ahí, dirán unos; con ajustes aquí y allá, corrigiendo vicios del pasado, resolveremos todos los problemas, dicen otros. Entre nosotros, es fácil identificar voceros destacados de estos dos grupos.) Lo que hace falta, subrayaba Foucault, es una conmoción simultánea de ideologías e instituciones. Y en su plática con Chomsky fue aún más lejos: ni siquiera podemos usar los conceptos creados en nuestro sistema de clases para describir y justificar una lucha que se ocupa de derrocar los fundamentos mismos de la sociedad actual.
Cuando el poder no se delega, cuando no se trata de rendirlo al líder carismático, a la ideología o al partido, cuando se ejerce desde los hombres y mujeres ordinarios que a final de cuentas son los únicos que pueden o no realizar las transformaciones y hacer las revoluciones, el poder se llama dignidad.
Y es esta dignidad la que hoy se está ejerciendo en el intento radical de reorganizar la sociedad desde su base. Al hacerlo, se abre ante nosotros una variedad de opciones políticas que cancelan la falsa disyuntiva del catecismo democrático.
La democracia sólo puede estar adonde la gente está, abajo y a la izquierda, no adonde la quieren llevar sacerdotes de la religión democrática, concentrados, como de costumbre, en la disputa interminable por sus prebendas y privilegios.