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na pasarela de candidatos no es suficiente para asegurar la transparencia de los procesos de nombramiento de los nuevos titulares de los órganos del Estado mexicano. Más allá de la saludable disposición de los candidatos a exponerse al escrutinio público, habría que exigir que los legisladores fundamenten y motiven sus decisiones de manera pública. De otra forma se presenta un escenario de simulación que no ayuda en nada a la fortaleza institucional de órganos tan importantes como el Instituto Federal de Acceso a la Información Pública, la Comisión Nacional de los Derechos Humanos, el Consejo de la Judicatura, la Suprema Corte de Justicia de la Nación, el Banco de México y la Auditoría Superior de la Federación.
Hace un par de años todos atestiguamos un ejercicio histórico de participación ciudadana cuando más de 500 personas se inscribieron como candidatos a ser consejeros del Instituto Federal Electoral (IFE). Sin embargo, después de un muy encomiable ejercicio de audiencias públicas y vigilancia ciudadana, la decisión final se tomó como siempre: tras puertas cerradas y a partir de una vil negociación política. La Junta de Coordinación Política de la Cámara de Diputados no se atrevió a presentar ternas ante el pleno y ni siquiera elaboró dictámenes pormenorizados justificando la selección de los nuevos consejeros. El acuerdo fue planchado
por los coordinadores parlamentarios en total opacidad y presentado como un hecho consumado al resto de los diputados.
Con razón, para la siguiente convocatoria la cantidad de interesados en ocupar un lugar en el Consejo General se redujo a apenas la cuarta parte. Pocos ciudadanos tenían el ánimo de volver a ser utilizados por la clase política para legitimar un proceso basado exclusivamente en intereses políticos.
La semana pasada se vivió un proceso similar para la selección del nuevo titular de la Comisión de Derechos Humanos del Distrito Federal. Habría que celebrar que la Asamblea Legislativa del Distrito Federal (ALDF) haya llegado a un consenso con respecto del nombramiento de una persona con altas credenciales profesionales como es Luis González Placencia. No obstante, el proceso de selección resultó ser otra gran simulación. Si bien la ciudadanía pudo conocer las propuestas, experiencia y apoyos de cada uno de los 24 candidatos, no tuvimos ninguna información respecto de la deliberación de los diputados locales.
La tan esperada sesión pública de la Comisión de Derechos Humanos de la ALDF, donde supuestamente se debatirían perfiles y candidatos, resultó ser una farsa en la que simplemente se validó un pacto ya consumado entre los partidos políticos. Los diputados no ofrecieron argumentos detallados en favor de González Placencia ni en contra de los otros candidatos, y no hubo transparencia alguna con respecto a los criterios de evaluación. Los legisladores tampoco se atrevieron a presentar una terna al pleno para que allí se pudiera dar un debate público con respecto a los méritos y las trayectorias de los finalistas.
Con estas experiencias no nos encontramos muy lejos de las históricas pasarelas
de los supuestos candidatos presidenciales que realizaba el Partido Revolucionario Institucional cada seis años. Con el fin de agregar un poco de sal y pimienta al proceso, el viejo partido del Estado soltaba algunos nombres a la prensa antes del destape
formal. En 1994, los diversos candidatos
incluso llegaron a realizar giras por el país en una especie de campaña informal. Pero estos teatros evidentemente no tenían ningún impacto en el proceso de selección, sino solamente servían para legitimar la decisión unilateral y totalmente opaca tomada por el presidente en turno para elegir a su sucesor.
Hoy que los legisladores inician la tarea de revisar a los candidatos para los nombramientos que vienen, habría que exigir que las negociaciones se den de cara a la ciudadanía y no en los oscuros pasillos de Xicoténcatl, San Lázaro y Bucareli. Es bueno conocer las trayectorias y las propuestas de los candidatos, pero es aún más importante conocer las razones y los argumentos de los legisladores. Solamente así se podrá mitigar, aunque sea parcialmente, el avasallamiento de nuestras instituciones políticas por los intereses mezquinos de unos cuantos poderosos.
Ahora bien, si esta sencilla exigencia de transparencia procedimental fuera imposible de lograr, habría que considerar medidas más drásticas, como la utilización de un sorteo para elegir el nuevo titular de entre los finalistas que hayan pasado por un primer filtro. De esta forma se podrían debilitar las relaciones de complicidad entre el nuevo funcionario público y los actores e intereses que lo hayan propuesto para el cargo. Asimismo, ante el riesgo de que pudiera llegar cualquiera de los finalistas, los legisladores estarían obligados a priorizar más los perfiles de los candidatos que sus afiliaciones políticas.
De una vez por todas es necesario eliminar la simulación en estos procesos de selección. De lo contrario, los cimientos de nuestra incipiente democracia estarán en grave riesgo de derrumbarse de manera definitiva.
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