horror, botas negras, relata Gerald MartinFoto Tomadas del libro
n unos días llegará a las librerías de México la biografía Gabriel García Márquez: una vida, libro de 768 páginas fruto de la investigación que realizó durante 17 años el académico británico y experto en literatura hispanoamericana Gerald Martin.
El pasado 23 de septiembre La Jornada publicó una entrevista exclusiva con el autor, quien ofreció algunos pormenores del volumen que será presentado el próximo 26 de octubre en la sala Manuel M. Ponce y en la que participarán, además de Martin, Elena Poniatowska, José Agustín y Gonzalo Celorio, como se informó también en estas páginas. Otras actividades paralelas son la exposición Gabriel García Márquez: una vida, que se inaugura el jueves; la mesa de análisis El otoño del patriarca. Conversaciones sobre García Márquez, y el sábado 17 y el 24 un maratón de lectura.
La biografía se publicó primero en Gran Bretaña, Holanda y Estados Unidos, y su lanzamiento también se hará en octubre en América Latina, mientras en Europa saldrán a la venta las ediciones en italiano y francés. El tiraje para México es de 15 mil ejemplares editados por el sello Debate de Random House-Mondadori.
En esta investigación, como se adelantó aquí el lunes pasado, Gerald Martin parte del árbol genealógico del Nobel de Literatura y lo acompaña hasta 2007 con el homenaje en Cartagena; da cuenta no sólo del proceso de creación de sus libros, su entorno familiar, sus amores y desamores, sus amistades y enemistades, sino también de su acción política, su compromiso con los otros, con Cuba, con Chile frente a la dictadura de Pinochet, con el periodismo. Por ello ofrecemos, con autorización del sello Random House-Mondadori, dos fragmentos de la biografía que dejan ver la figura política de García Márquez y su pensamiento social y humanista más allá de la literatura.
19 Chile y Cuba: García Márquez opta por la Revolución 1973–1979
El 11 septiembre de 1973, al igual que millones de personas progresistas del mundo entero, García Márquez, sentado frente a un televisor en Colombia, contemplaba horrorizado cómo los bombarderos de las fuerzas aéreas chilenas atacaban el palacio de gobierno en Santiago. Horas después se confirmaba la muerte del presidente Salvador Allende, que había sido elegido democráticamente, aunque si lo habían asesinado o se había suicidado nadie lo sabía. Una junta asumió el poder e inició una redada de más de treinta mil supuestos activistas de izquierdas en el curso de las semanas siguientes, muchos de los cuales jamás salieron vivos de la detención. Pablo Neruda agonizaba víctima del cáncer en su casa de Isla Negra, en la costa chilena del Pacífico. La muerte de Allende y la destrucción de sus sueños políticos mientras Chile caía en manos de un régimen fascista ocuparon los últimos días de Neruda en este mundo, antes de que sucumbiera a la enfermedad que lo aquejaba desde hacía varios años.
El gobierno de Unidad Popular de Allende había estado en el punto de mira de comentaristas políticos y activistas de todo el mundo como un experimento con el que comprobar si podía alcanzarse una sociedad socialista por los cauces democráticos. Allende había nacionalizado el cobre, el acero, el carbón, la mayoría de los bancos privados y otros sectores clave de la economía, y sin embargo, a pesar de la propaganda y la subversión constantes por parte de la derecha, su gobierno aumentó el porcentaje de votos y alcanzó el 44 por ciento en las elecciones que se celebraron a mediados del mandato, en marzo de 1973. Esto no hizo más que alentar a la derecha a redoblar sus esfuerzos para minar el régimen. La CIA había estado trabajando contra Allende aun antes de su elección: Estados Unidos, asediado en el atolladero vietnamita y obsesionado ya con Cuba, trataba por todos los medios de que no proliferaran otros regímenes anticapitalistas en el hemisferio occidental. La destrucción salvaje del experimento chileno, ante los ojos del mundo entero, causaría en la izquierda un efecto parecido al revés de la derrota de los republicanos en la guerra civil española, casi cuarenta años atrás.
Aquella tarde, a las ocho, García Márquez dirigió un telegrama a los miembros de la nueva junta chilena:
Bogotá, 11 de septiembre de 1973.
Generales Augusto Pinochet, Gustavo Leigh, César Méndez Danyau y Almirante José Toribio Merino, miembros de la junta militar:
Ustedes son autores materiales de la muerte del presidente Salvador Allende y el pueblo chileno no permitirá nunca que lo gobierne una cuadrilla de criminales a sueldo del imperialismo norteamericano.
En el momento en que redactó estas líneas todavía se desconocía la suerte que había corrido Allende, pero García Márquez dirigía posteriormente que conocía a Allende lo suficiente para saber con toda seguridad que nunca saldría vivo del palacio de gobierno; y los militares también debieron de saberlo. Aunque algunos dijeron que este telegrama fue un gesto más propio de un estudiante universitario que de un gran escritor, resultó ser la primera acción política que llevaba a cabo un nuevo García Márquez, alguien que trataba de desempeñar un papel distinto pero cuya línea política acababa de concentrarse y endurecerse radicalmente con el violento zarpazo que puso fin al experimento histórico de Allende. Tiempo después diría en una entrevista: El golpe en Chile fue una catástrofe personal para mí
.
El caso Padilla, como era de prever, había marcado la división de las aguas de la historia latinoamericana durante la Guerra Fría, y no tan sólo en el ámbito de los intelectuales, los artistas y los escritores. García Márquez, a pesar de las críticas de sus amigos –que iban desde acusaciones de oportunismo
hasta entenderlo como una ingenuidad
–, había sido el más coherente desde el punto de vista político de los autores latinoamericanos de primera fila. La Unión Soviética no ofrecía la clase de socialismo que él quería, pero, desde el punto de vista latinoamericano, consideraba que era esencial como baluarte contra la hegemonía y el imperialismo estadounidenses. Esto no era, en su opinión, ”partidismo”, sino una apreciación racional de la realidad. Cuba, aunque planteaba un caso problemático, era más progresista que la Unión Soviética, y había de recibir el apoyo de todos los latinoamericanos antiimperialistas que se preciaran de serlo, quienes en cualquier caso debían hacer todo lo posible por moderar cualquier aspecto represivo, no democrático o dictatorial del régimen. Personalmente optó por lo que le parecía la senda de la paz y la justicia para los pueblos del mundo: el socialismo internacional, en un sentido amplio del término.
Aunque sin lugar a dudas había deseado que el experimento chileno saliera adelante, lo cierto es que nunca creyó que se lo fueran a permitir. En respuesta a la pregunta de un periodista neoyorquino en 1971, había dicho:
Yo ambiciono que toda la América Latina sea socialista, pero ahora la gente está muy ilusionada con un socialismo pacífico, dentro de la constitución. Todo eso me parece muy bonito electoralmente, pero creo que es totalmente utópico. Chile está abocado a un proceso violento muy dramático. Si bien el Frente Popular va avanzando –con inteligencia y mucho tacto, a pasos bastante rápidos y firmes– llegará un momento en que encontrará un muro que se le opone seriamente. Los Estados Unidos por ahora no están interfiriendo, pero no van a cruzarse de brazos. No van a aceptar de verdad que sea un país socialista. No lo van a permitir, no nos hagamos ilusiones... No es que yo vea (la violencia) como una solución, pero creo que ese muro, en un momento, sólo se podrá franquear con violencia. Desgraciadamente creo que es inevitable, que será así. Pienso que lo que está sucediendo en Chile es muy bueno como reforma, pero no como revolución.
Pocos observadores habían visto el futuro con tanta nitidez. García Márquez se dio cuenta de que en aquel momento estaba viviendo una coyuntura crítica de la historia mundial. En el curso de los años inmediatamente posteriores, a pesar de su arraigado pesimismo político, llevaría a cabo una serie de declaraciones a propósito del compromiso que tal vez alcanzan su mejor expresión en una entrevista de 1978: El sentido de la solidaridad, que es lo mismo que los católicos llaman la comunión de los Santos, tiene para mí una significación muy clara. Quiere decir que en cada uno de nuestros actos, cada uno de nosotros e responsable por toda la Humanidad. Cuando uno descubre eso, es por que su conciencia política ha llegado a su nivel más alto. Modestamente, ése es mi caso. Para mí no hay un solo acto de mi vida que no sea un acto político
.
Buscó un modo de actuar. Estaba más convencido que nunca de que la senda cubana era el único camino viable para que América Latina alcanzara la independencia política y económica; esto es, la dignidad. Sin embargo, una vez más, estaba distanciado de Cuba. Dadas las circunstancias, decidió que para volver allí había de pasar, en primer lugar, por Colombia. Llevaba un tiempo intercambiando impresiones con intelectuales colombianos jóvenes, en particular con Enrique Santos Calderón (de la dinastía de El Tiempo, a quien conocía desde hacía poco), Daniel Samper (con quien tenía relación desde hacía una década) y, más tarde, Antonio Caballero (hijo del novelista liberal de clase alta Eduardo Caballero Calderón), con la idea de cultivar en Colombia una nueva forma de periodismo, más concretamente con la fundación de una revista de izquierdas. García Márquez había llegado a la conclusión de que la única manera de reformar su país, profundamente conservador, era a través de la seducción
y la perversión
, como diría en tono de chanza, de la joven generación de las viejas familias dirigentes. Otros de los implicados fundamentales en el proyecto fueron el cronista más reputado de la Violencia, Orlando Fals Borda, sociólogo de talla internacional, y el empresario progresista José Vicente Kataraín, que posteriormente se convertiría en el editor de García Márquez en Colombia. La nueva revista se llamaría Alternativa, partía de la necesidad que imponía “el creciente monopolio de la información que padecía –y padece– la sociedad colombiana por parte de los mismos intereses que controlan la política y la economía nacional”, y su propósito era mostrar esa otra Colombia que nunca aparece en las páginas de la gran prensa ni en las pantallas de una televisión cada día más subordinada al control oficial
.
El primer número apareció en febrero de 1974. La revista se publicaría durante seis turbulentos años y García Márquez, que pasaría relativamente poco tiempo en Colombia a pesar de sus mejores intenciones, no obstante colaboraría en ella con asiduidad, y estaría abierto permanentemente a cualquier tipo de consulta u ofrecería sus consejos siempre que le fuera posible. Tanto él como los partícipes principales invirtieron grandes sumas de dinero de su propio bolsillo en este negocio, arriesgado de por sí. Entretanto, anunció que regresaba a América Latina y, para dar mayor impacto a la noticia, dijo que no pensaba escribir más novelas; de ahí en adelante, y hasta que cayera del poder la junta militar capitaneada por el general Pinochet en Chile, se declaraba en huelga
en lo que a la literatura se refería para dedicarse de pleno a la política.
En diciembre, como para subrayar las decisiones recién tomadas, García Márquez aceptó la invitación de participar como miembro del prestigioso Segundo Tribunal Russell, dedicado a investigar y juzgar crímenes de guerra. Más significativa de lo que pudiera parecer a primera vista, esta invitación fue el primer indicio claro de que iba camino de alcanzar reconocimiento internacional en lugares y esferas que les estaban vedadas a la mayoría de los demás escritores latinoamericanos y que, a pesar de su controvertido compromiso con Cuba, iba a obtener un relativo beneplácito para participar del activismo político cuando y dondequiera que lo deseara.
El primer número de Alternativa, que apareció en febrero de 1974, vendió diez mil ejemplares en veinticuatro horas. La policía de Bogotá confiscó varios cientos de copias, pero sería éste el único caso de censura directa en toda la trayectoria de la revista (si bien se darían casos de censura indirecta
por medio de ataques con bombas, intervenciones de los tribunales, bloqueos económicos y sabotaje de la distribución, todos los cuales provocarían al fin su cierre). Aunque más adelante la publicación estaría acosada por continuos problemas de financiación, la acogida de los primeros meses fue lisa y llanamente extraordinaria. Poco después alcanzaba ventas de cuarenta mil ejemplares, una cifra inaudita para una publicación de izquierdas en Colombia.
El primer número contenía un lema que apelaba a la toma de conciencia (Atreverse a pensar es empezar a luchar
), y un editorial, Carta al lector
, en el que se declaraba que el propósito de la revista era “contrarrestar la desinformación
sistemática de los medios de comunicación del sistema” (una cuestión célebremente ejemplificada con las secuelas de la matanza de las bananeras en Cien años de soledad).
La revista, de publicación quincenal, incluía el primero de los dos artículos que García Márquez escribió bajo el título Chile, el golpe y los gringos
. Fue su primera incursión en el periodismo manifiestamente político desde que alcanzara la fama, logró una distribución mundial (se publicó en Estados Unidos y Reino Unido en marzo) y adquirió inmediatamente categoría de clásico (...)
20 Regreso a la literatura: Crónica de una muerte anunciada y el Premio Nobel 1980-1982
Instalado ahora con todo confort en el hotel Sofitel de París, García Márquez dividió su tiempo entre la escritura creativa, por las mañanas, y los asuntos que lo ocupaban en la Comisión McBride de la Unesco, por las tardes. La tarea en la comisión, en consonancia con las ideologías tercermundistas
de la época, era barajar la posibilidad de un nuevo orden informativo mundial
que disminuyera el control de las agencias occidentales sobre el contenido y la presentación de las noticias internacionales. A pesar de que en buena medida estaba de acuerdo con este objetivo, esta colaboración marcaría de hecho el final de la era de militancia política para García Márquez. No habría más Russells ni McBrides, ni más Alternativa o Periodismo militante (una antología de sus ensayos políticos que se publicó en Bogotá en los años setenta); incluso Habeas le exigía un activismo al que pronto renunciaría. Había tomado la decisión de interrumpir su militancia política más estridente y dedicarse a la diplomacia y la mediación entre bambalinas. Y, puesto que no había indicios de que Pinochet fuera a ser derrocado por el momento, había decidido abjurar y volver a la ficción, que en cualquier caso eran las mejores relaciones públicas que podía concebir. En septiembre de 1981, sin ningún reparo aparente, García Márquez declaró que era más peligroso como literato que como político
.
Aunque ahora era uno de los autores más famosos del mundo entero, en realidad sólo había publicado dos novelas, Cien años de soledad y El otoño del patriarca, en los casi veinte años transcurridos desde la aparición de La mala hora. Necesitaba más si había de considerársele uno de los grandes escritores de su época. En cuanto a la política, aunque nunca abandonaría a América Latina, ni sus valores políticos esenciales, había decidido hacer de Cuba su principal objeto de atención, el deseo de su corazón político, y, por supuesto, también invertir esfuerzos en Colombia, hasta donde fuera posible imaginar resultados positivos para ese desventurado país. Cuba, a pesar de los puntos débiles en el terreno político y económico, para García Márquez era cuando menos un triunfo moral. Y Fidel ofrecía el ejemplo de un latinoamericano que no era un fracasado, que no se daba por vencido, sino que se erigía en el portador de la esperanza, y sobre todo la dignidad, de todo un continente. García Márquez decidió dejar de darse cabezazos contra la pared de adobe de la historia de América Latina. A partir de ahora se adheriría a lo positivo.
A medida que se distanciaba imperceptiblemente de la confrontación directa de los problemas de América Latina, al margen de Cuba y Colombia, empezó a pasar más tiempo en dos lugares que anteriormente no eran de su agrado: París y Cartagena. Fue durante este periodo cuando adquirió sendos apartamentos en ambas ciudades: en la rue Stanislas de Montparnasse y en Bocagrande, con vistas a la playa llena de turistas y a su amado Caribe. Cuando en septiembre de 1980 abandonó su huelga literaria, el vehículo, El rastro de tu sangre en la nieve
, reflejaría con exactitud esta nueva realidad existencial: el relato arrancaba en Cartagena y acababa en París (al tiempo que recodificaba su propio pasado parisino con Tachia). Acaso respondiera a una de sus clásicas intuiciones, a su instintivo sentido de la oportunidad o a un mero golpe de buena suerte, el hecho de que durante este periodo dos de sus amigos, François Mitterrand y Jack Lang, fueran elegidos para componer el nuevo gobierno, como presidente y ministro de Cultura, respectivamente, y un tercero, Régis Debray, se convirtiera en un asesor gubernamental destacado, aunque controvertido. Cartagena, por su parte, gracias a las mejoras de los servicios aéreos y un cambio gradual de la mentalidad cachaca, devendría un lugar predilecto de fin de semana para los influyentes y los ricos de Bogotá.
Resultó ser un momento estimulante y sumamente rejuvenecedor para un hombre ya quincuagenario que desde luego podía congratularse de haber dado al activismo revolucionario lo mejor de sí mismo. Rodrigo había iniciado el éxodo a París con su breve incursión en el aprendizaje de la alta cocina gala, y García Márquez se dispuso a buscar clases de música para el menor de sus hijos, Gonzalo, ahora que Rodrigo estaba estudiando en Harvard (...)