unque muchos lo imaginamos e incluso llegamos a comentarlo entre nosotros, resultaba muy factible, vistas las actuaciones del TEPJF, que una reforma electoral como la de 2007, diseñada para sacar a las televisoras monopólicas no sólo del negocio electoral, sino también del campo de las decisiones políticas en torno a las elecciones y, además, para dar mayor control al organizador y árbitro de los procesos electorales, el IFE, acabara estrellándose y haciéndose añicos en la mera actuación de jueces incapaces de ilustración, de imparcialidad y de objetividad en los conflictos que resultaran de las mismas elecciones.
Sería imposible ubicar todas las causas por las cuales nuestro sistema electoral funciona tan insatisfactoriamente, tanto en su rama política y administrativa (institutos electorales) como en su rama jurisdiccional (tribunales electorales). De hecho, a cada rato estamos contabilizándolas, pero, de preferencia, se habla de las innumerables imperfecciones, imprecisiones y lagunas del ordenamiento legal en la materia. Al culminar su periodo de siete años como consejero presidente del IFE, José Woldemberg envió al Congreso un documento en el cual ubica las principales lagunas e imprecisiones que hicieron más difícil e incierta su labor.
De hecho, siempre que se habla de reforma a la ley se indican lagunas y fallas o simple incoherencia en los textos legales. La reforma de 2007 parecía satisfacer a todos, menos, claro está, a los principales afectados, los monopolios televisivos y sus servidores (los personeros de la derecha hablan de una contrarreforma electoral
). Por mero caso, alguna vez escuché a unos abogados decir: Nos quedan los jueces y don Amparo
. Luego pude ver de qué estaban hablando. Decía un viejo maestro que todas las leyes son buenas, todo depende de quién las interpreta. Pues ése es, precisamente, el problema.
No puedo por más de recordar a otro de mis queridos maestros de mi época de estudiante, el licenciado Guillermo Morales Osorio, que comenzaba sus cursos diciéndonos siempre: Yo a ustedes aspiro a formarlos como intérpretes de la ley, esto es, para que sean abogados y jueces; si alguno tiene la suerte, la perseverancia y el cacumen necesarios podrá también ser un jurisconsulto, vale decir, un sabio creador del derecho. Ya de ustedes dependerá si se convierten en chicaneros, corruptores de la justicia, ladrones de pobres o servidores venales
.
La corrupción y la venalidad entran en los sistemas de administración de justicia por toda grieta que éstos puedan ofrecer y siempre se dan, incluso en aquellos en que hay una firme tradición de probidad, objetividad y sentido de lo justo. Si los abogados tienden naturalmente a corromperse, hay que pensar que los jueces, como letrados, tienen que ser abogados también. Desde luego, cualquier juez puede cometer errores en su trabajo. Pero eso es muy distinto de ser venal y corrupto. En este caso se malinterpreta la ley y se toman determinaciones arbitrarias, no fundadas, sabiendo que se va a cometer una injusticia. Es muy fácil saber cuando eso es deliberado, hecho a propósito.
Todas las ramas de nuestro ordenamiento jurídico de justicia padecen de ese mal. Hay uno, empero, el electoral, en el que las decisiones judiciales son más vistosas porque se trata de una materia de carácter político, de derecho público, y están más a la vista. De hecho, los jueces electorales deberían ser más cuidadosos en sus juicios, porque es más fácil saber cuándo le están fallando a la justicia. En este caso salta a la vista cuando los tradicionales vicios de la impartición de justicia aparecen y se manifiestan. Un juez, en general, no debe ser codiguero (el que, como los abogados, busca en la letra de la ley la argucia que le permite emitir sus decisiones interesadas), sino razonante.
Un juez electoral debe razonar políticamente, sin hacer política. Un juez penal, por poner un ejemplo en las antípodas, debe restringir muchísimo su campo de interpretación a lo que estrictamente le dice la ley. Un juez civil y mucho más uno mercantil tiene un campo de interpretación más amplio. Un juez electoral, como todos los jueces, debe juzgar con base en la más amplia información que le ofrezcan las partes y se espera, por la naturaleza de la materia, que debe informarse más por su cuenta. A un juez penal una información obtenida bajo tortura no le sirve de nada y debe desecharla. Un juez electoral debe valorar toda información de la que se llama superviniente (posterior al comienzo de la causa) para fundar sus juicios o sus razonamientos.
Por eso resultan escandalosas las resoluciones de los jueces federales electorales sobre los casos de las elecciones locales de Miguel Hidalgo y Cuajimalpa. El TEPJF resolvió que la propaganda de Sodi era tal, pero que no era cuantificable para efectos de gastos en campaña, cuando esa es una causal de anulación; el Instituto Electoral del DF y el tribunal local decidieron que, si se trataba de propaganda, por fuerza era cuantificable. La sala regional del TEPJF avaló la resolución del superior y, además, se pronunció por la legalidad de las elecciones en Cuajimalpa. Independientemente de que haya habido venalidad o corrupción, los órganos federales hicieron caso omiso de la ley.
Lo que llama más la atención de la resolución de la sala regional es que se desechó la información relativa al exceso de gastos porque no se presentó en su momento, como si se tratara de un juicio penal y alegando el principio de certeza en el procedimiento. Claro está que la información que debe ilustrar la opinión del juzgador se debe presentar en el inicio de la causa; pero la información se puede presentar también después o por cualquier medio lícito y permitido por la ley. La prueba, en la filosofía del derecho y en el derecho procesal, es la última base que tiene el juzgador para decir el derecho. Si no hay prueba no pasa nada y no se puede decir el derecho. Por eso cada rama fija las condiciones en que se debe dar la prueba.
En el derecho electoral se fijan también esas condiciones y la caducidad de los términos (hay que presentar las pruebas en los plazos establecidos); pero los magistrados de la sala regional no alegaron términos, sino procedimientos (los cuales, por cierto, en estricto derecho, no son sancionables o desechables). Se probó hasta la saciedad que hubo propaganda. La ley electoral no permite propaganda gratuita o no cuantificable y se dio y todos lo reconocieron. Hay aquí un solo hecho evidente: los jueces federales ignoraron la ley y la violaron.