omenikos, 1900, El Greco es el título con el que se presenta la espléndida muestra del gran pintor Domenikos Theotokopoulus, El Greco, en el Museo del Palacio de Bellas Artes.
La magna exposición reúne 43 lienzos entre los que destacan la obra completa El apostolado, procedente del Museo del Greco de Toledo (de las tres existentes ésta es enteramente autógrafa), El salvador, Las lágrimas de San Pedro, San Sebastián, La Verónica y El redentor, entre otras no menos espléndidas.
El Greco arriba a España, para afincarse en ella hacia 1576; allí engendra su obra y asienta su hogar, despliega su excepcional talento y creatividad, su genio fuera de serie el cual, aunque tardíamente reconocido, cautivó y sigue cautivando a todo aquel que se deja envolver por la magia de sus trazos, sus formas únicas e innovadoras y la riqueza de su colorido.
El artista se incorpora a la historia de España, la España inquisitorial y a la vez mística. En palabras de Álvarez Fernández: el Greco incorporado a la historia de España permite entender los claroscuros de aquella sociedad febricitante: ¿Qué es este evaporado, ciego aliento/ este vaho desprendido que achicharra,/ esta lumbre incesante que hiela?
Así es, El Greco nos ayuda a entender la España de la contradicción y del misterio. La de la brasa mística y la del brasero inquisitorial. La que enamora y la que destruye
. Esa España que arroja a sus hijos al exilio (Luis Vives y Juan de Valdés) y la que encarcela (fray Luis de León y San Juan de la Cruz). La que acuna a genios como Cervantes y Velázquez.
Es en esta España y sus circunstancias
donde El Greco se afinca en Toledo, viviendo en su judería, deambulando por sus callejas y creando obras maestras en su taller. Allí crea un nuevo lenguaje pictórico del que Rafael Alberti, aquel de la pena enterrada de enterrar el dolor/ de nacer un poeta para morirse un pintor
puede decirnos mejor que nadie en clave poética acerca del lenguaje de El Greco: Aquí el barro ascendiendo a vértice de llama,/ la luz hecha salmuera,/ la lava del espíritu candente,/ Aquí,/ la tiza delirante de los cielos/ polvoreados de cortadas nubes,/ sobre las que vuelcan/ en remolinos o de las que penden/ agarrados de un pie, del pico de un cabello, o del cañón de un ala, ángeles de narices alcuzas y ojos bizcos,/ trastornados de azufre, prendidos por un fósforo traído en un zigzag del aire,/ Una gloria de trenos de ictericia,/ un biliar canto derramado./ ¿De dónde este volcán que arroja pliegues,/ que arruga y desarruga/ el fuego, que es capaz de hacer liquido el rayo/ y de escorzar la voz de las tinieblas?/ ¿De dónde, aquí, hacia dónde/ el lagrimal torcido/ de coagulada lágrimas casi en gota de lacre,/ el devorado manto,/ el tiritante traje tenebroso,/ tinto de un vino tinto de la tierra,/ abrasando los cuerpos/ en invasión contra los deslumbrados/ rostros o desceñidas manos frías en puntas/ aspirantes a alas?/ ¿Qué es este evaporado, ciego aliento,/ este vaho desprendido de achicarra,/ esta lumbre incesante que hiela?/ Lívida turbación, anhelo consternado,/ ansia verde, amarillo/ frenesí/ larga, desalentada, pálida lengua sola./ Tocad y sentiréis/ que los brazos os cantan, os elevan,/ diluyéndoos el peso, arrebatándoos/ de gloria enlodazada, o infierno transparente./ ¡Oh purgatorio del color, castigo,/ desbocado castigo de la línea,/ descoyuntado laberinto etérea/ aura de misteriosos bellos feos,/ de horribles hermosísimos, penando/ sobre una eternidad siempre asombrada!
Poco antes de que apareciese impresa la segunda parte del Quijote sentenciando su muerte, moría El Greco, el más quijotesco de los grandes pintores españoles. El gran renovador, el rebelde a toda costa, el formidable expresionista que era El Greco moría el 7 de abril de 1614 en Toledo.