l título contraviene el volumen editado por Princeton Architectural Press: Finding Frida Kahlo. Sucede que ni el autorretrato con dos monitos a derecha e izquierda en la portada de pasta dura es una buena falsificación. Las imágenes (varios supuestos autorretratos) ilustradas son malos falsos. Sucede que dan risa o suscitan una rabieta.
Históricamente es natural que se desconfíe de los llamados expertos
, seamos o no académicos. Gracias a la experticia que elaboró Abraham Bredius, autoridad máxima en la pintura holandesa del siglo XVII y autor de uno de los catálogos canónicos sobre Rembrandt, el mariscal Goering, de tan triste memoria, adquirió para las colecciones germánicas un supuesto Vermeer de Delft pintado por el que es quizás el más destacado y hábil falsificador profesional del siglo XX: Han van Meegeren, autor de otros famosísimos falsos Vermeer.
El más destacable de todos es Los discípulos de Emaús, exhibido en lugar de honor durante una fastuosa muestra monográfica sobre el pintor en el Museo Boymans de Rotterdam, con curaduría en la que lo que menos faltó fue la intervención de experticias, entre otras, la de Hannema, director del museo.
Van Meegeren trabajaba a fondo sus falsificaciones, que admitieron inclusive pruebas científicas (v.gr. la edad
del soporte en el que se trabajó Emaús y el estado de sequedad de los pigmentos).
Fue descubierto porque el pintor, al ser acusado de traición debido a la conexión con Goering, declaró ser el autor de todos los recientes Vermeers vendidos en cantidades topes a museos y coleccionistas.
De habérsele acusado de traición, comprobando su colaboración con un nazi de ese calibre, se le hubiera condenado a muerte. No creyeron en su declaratoria. Fue obligado a pintar en su sitio de detenimiento (no en la cárcel) una pintura que probara los hechos. Pintó a la vista Cristo ante los doctores en 1947; las autorías de los demás Vermeers
fueron evidentes y se le detuvo como falsificador. No llegó a recibir sentencia, porque murió antes.
Elmyr de Hory, quien visitó nuestro país y conoció a Antonio Souza, fue otro buen falisificador, con menos riesgos que Van Meegeren, pues se dedicó en exclusiva a obras del siglo XX. Se especializó en los fauves, casi siempre con dibujos y acuarelas, aunque también con óleos.
Se dice que todavía hay varios Elmyr (bajo firmas de Matisse o de Dufy) colgados en muros de importantes colecciones e incluso en museos.
El caso que nos ha ocupado a mí y a otras personas, referido a dos archivos de los que dio cuenta esta sección el pasado miércoles 23, es de muy distinta índole. Finding Frida Kahlo, publicado en versión bilingüe, con estrambótico diseño, no sirve para sostener la autenticidad de lo que contiene, pero puede representar, a mi juicio, un buen negocio editorial. Eso al menos que se cancele su distribución, cosa que debería acontecer en bien del prestigio de la editora y de Kevin C. Lippert, como responsable de la publicación.
Los autores son Barbara Levine, dueña ella misma de un archivo personal de memorabilia (no del archivo sobre el que el libro se basa), y Stephen Jaycox, quien ha fungido como director creativo
en el Museo de Arte de Cincinnati.
Ya tuve opción de revisar el libro; las fotografías se tomaron de obras y de escritos falsos. No sólo es mi opinión, sino igual la de Raquel Tibol, Hayden Herrera, Helga Prignitz-Poda, Salomón Grimberg, Mary-Anne Martin y el pintor Pedro Diego Alvarado, nieto de Diego Rivera. Éste ha encabezado una acción en aras de frenar lo que percibimos como desacato artístico perpetrado más que nada con el público lector.
El delito de falsificación de dibujos o pinturas no está tipificado en el Código Penal, a menos que los dueños de las piezas las vendieran y los compradores, una vez conscientes de haber recibido gato por liebre, demandaran. Eso no ha ocurrido.
Uno se pregunta: ¿por qué Princeton Architectural Press se eximió de solicitar permisos de reproducción, tratándose de una artista que es patrimonio nacional, y que junto con Diego está estrictamente bajo custodia del fideicomiso del Banco de México?
Dado que así no sucedió, quizá la editora vio desde el principio que el material no era original de Frida. Pero tal enunciado tendría que aparecer en la portada del libro.
De existir duda, tendría que haberse solicitado permiso de reproducción, bajo pena de demanda, tanto por parte de Instituto Nacional de Bellas Artes, como del fideicomiso.
Esta incursión fridesca
a partir del encuentro con un archivo pudiera funcionar como novela, pero sin ilustraciones supuestamente perpetradas por la pintora y sin citas textuales. ¿Alguien pudiera creer que ella escribió una entrada de diario
refiriéndose a mi querido diario
? Pues así van éstas y otras cosas.