unca antes conté esto. Ocurrió en 1993. El Ardilla tenía 14 años y vendía crack en ciertas calles de San Diego, California. Fui por él a petición del cónsul Gustavo Iruegas, quien en carta enviada a la Dirección de Derechos Humanos de la PGR informó que un juez pondría en libertad al niño mexicano a condición de que una autoridad lo trajera de regreso a su país. Llegué un día antes de la audiencia y conocí a algunos amigos de El Ardilla. Un experimentado policía judicial de Tijuana me custodió en un recorrido por el parque Balboa, donde vi drogadictos duros, pederastas en sus lujosos coches deportivos y niños emigrantes ilegales que ejercían la prostitución y sobrevivían en el famoso parque.
En el Grand Marquis del policía llevamos a un grupo de ocho niños a cenar y a comprarles calcetines y playeras. Por ellos supimos que un pederasta había sido asesinado por dos menores que llevó a su departamento. Supimos que El Ardilla negoció su libertad con las autoridades al ser testigo de las atrocidades que cometen los pederastas. Al día siguiente conocí la cárcel de menores y me impresionó mucho que las celdas tuvieran puertas blindadas. En la misma instalación estaban las salas del tribunal; entramos en una. Primero apareció el juez con toga y birrete. Después trajeron a El Ardilla: un hermoso hombrecito veracruzano, con grandes ojos negros, rápidos y brillantes, que le merecieron su alias.
Aunque hablaba bien inglés, en cumplimiento de la ley (por medio de audífonos) se le tradujo al español lo dicho por el juez. Fue liberado y yo me conmoví: lo abracé como si fuera un hijo, un pedazo de patria, un símbolo múltiple. Inmediatamente nos fuimos al aeropuerto y volvimos a México. Estuvo unos meses con nosotros.
Una ONG para niños de la calle le dio albergue y se trabajó para encauzarlo hacia otro destino. Después, quiso regresar a su pueblo en Veracruz, donde lo esperaban su madre y un hermano. Se fue con su libertad, que es el único capital de seres como él. No supimos más. Preguntarse hoy por él es preguntarse qué hizo con su inteligencia y su carisma, pues tenía con qué ser un verdadero líder.
Me gustaría soñarlo profesionista, maestro, guerrillero. Lamentablemente, es más realista suponer que hoy, que tiene 30 años, es más probable que, si no ha sucumbido en uno de los crímenes colectivos que no se investigan, esté en camino de convertirse en un importante capo. Porque para niños y jóvenes inteligentes de su clase tiene más oportunidades que ofrecer la delincuencia organizada
que nuestro desorganizado gobierno
, el cual alimenta con sus políticas miopes lo que dice combatir.