an pasado ya 36 años desde que los golpistas chilenos decidieron derrocar al presidente Salvador Allende. En su parte más ancha, el país hermano tiene poco más de 250 kilómetros. Nueve mil kilómetros al sur de nuestra patria, como dijo Allende, entre la cordillera y el mar. Pero los años transcurridos no han hecho que una generación completa olvide lo que allá pasó, y ni la distancia, ni tampoco el tiempo, han borrado la impresión que recibió cuando muy probablemente estaba cursando aquí, en México, la preparatoria o alguna carrera profesional.
Allá, en el sur, los jóvenes peleaban en las calles de Santiago contra los carabineros, mientras eran atacados desde las tanquetas apodadas los guanacos por los chorros de agua a fuerte presión que los tumbaban al suelo y difícilmente podían reincorporarse para continuar la lucha a la que también habría que agregar los gases lacrimógenos que nosotros, mi familia y yo, aspiramos durante la presentación de credenciales diplomáticas el primero de septiembre de 1972, más o menos a la misma hora en que en México el Presidente de la República estaba presentando su informe ante el Congreso de la Unión, en el Día del Presidente, como los bautizó Pablo Gómez en una de las muchas puntadas que expresó en los pasillos y en las tribunas, desde donde se daban las señales para dar inicio a los motines parlamentarios que ha-brían de ser el pan de cada día en la Cámara de Diputados.
Volviendo a los días difíciles de Chile recordemos que las causas que unificaban en las luchas urbanas a los jóvenes estudiantes se parecían mucho en todo el mundo, aunque allá había que agregar que se combatía el socialismo y el comunismo que tanto atemorizaban a Henry Kissinger, quien en sus memorias habría de explicar con bastante detalle cómo fue que organizó en Washington el grupo de los cuarenta
del que formaron parte el procurador general, los secretarios comisionados de Estado y Defensa, el director de la Central de Inteligencia (CIA), el presidente del Estado Mayor conjunto y el delegado para asuntos de seguridad nacional
, cargo este último que ocupaba, en ese momento, el propio Kissinger, entonces secretario de Estado estadunidense, y que una de sus tareas iniciales de gran importancia, fue lo que se conoció como el plan Rube Goldberg, término prestado del ajedrez, y en el cual se describía con mucho detalle la estrategia que había de seguirse para evitar, primero, que Allende llegara a tomar posesión de su cargo, para luego lograr, de manera inmediata, la elección de Jorge Alessandri, y luego obtener su renuncia para sentar de nuevo en la silla presidencial a Eduardo Frei Montalva, quien entregaba ya el poder a su término, aunque parece que éste se negó a prestarse a hacer este papel, y fue al embajador Edward Korry, de toda la confianza de Kissinger, a quien se le responsabilizó de continuar el plan, proveyéndolo inclusive de algunos fondos en dólares que Kissinger cita con toda naturalidad en el libro de marras.
Por la duración real del gobierno de la Unidad Popular se alude a éste, frecuentemente, como de los 400 días del gobierno de Allende o también se precisa que fueon los últimos 400 días
.
De cualquier manera, hay que tomar en cuenta que la lucha de la Unidad Popular para llegar al poder fue verdaderamente ardua, y que los objetivos más ambiciosos incluían el dominio auténtico de la explotación de los recursos naturales de Chile, muy principalmente de las minas de cobre, codiciadas por las grandes empresas de carácter y dimenciones verdaderamente trasnacionales, al igual que en el caso de las comunicaciones, que al final retuvieron en parte.
No se puede soslayar en este repaso el aspecto jurídico constitucional, el problema de la definición de las tres áreas de la propiedad
, que, según parece, quedó pendiente de resolver en la Constitución chilena, la cual, hasta donde sabemos, reduce la propiedad privada, sin considerar la social, la cual subsiste en México en la realidad mientras haya empresas sociales como Petróleos Mexicanos y la Comisión Federal de Electricidad, y en tanto subsista el control del Estado sobre estas empresas y tenga control sobre ciertos aspectos de nuestra economía básicos para la nación y el pueblo sobre otros intereses que, por muy legítimos que puedan ser, no pueden prevalecer por encima de los más generales del pueblo mexicano. Esto, claro está, manteniendo la validez jurídica de la propiedad privada, como establece la Constitución General de la República.
Conservemos nuestra admiración y respeto hacia los líderes que han tenido que ofrendar su vida en esta lucha por fortalecer la libertad y el progreso en favor del pueblo que han dirigido. Son ejemplos inolvidables, para siempre.