n auténtico quebradero de cabeza para los filósofos del derecho y para los procesalistas ha sido desde siempre la aplicación de la ley en el ámbito jurisdiccional, sobre todo cuando la interpretación de sus conceptos en su letra da lugar a un menoscabo de los principios de la justicia. La aplicación literal de la ley, en efecto, en muchísimas ocasiones conduce a la perpetración de injusticias sin cuento que dejan indefensos a los desvalidos e impunes a los defraudadores de la ley. El fraude a la ley, también llamado fraude de ley, consiste en seguir la letra de una o varias leyes aplicables a un caso para consumar una injusticia que resulta en una violación genérica al ordenamiento jurídico en su conjunto.
La aplicación de la ley demanda que se la interprete, desde luego, en su letra, pero exige que se vaya más allá para precisar su sentido, de modo que se evite cometer un daño o se justifique uno que se esconde en la letra y que el sentido repudia como acción injusta. En las ramas más antiguas del derecho moderno este riesgo se ha venido neutralizando, en especial, dando a los juzgadores facultades indagatorias que van más allá de sus deberes como intérpretes de lo que dice la ley y facultándolos para evaluar elementos de juicio que los lleven, precisamente, a evitar que sus decisiones se vuelvan injustas para quienes tienen derecho a su protección. Sustituir al demandante cuando plantea deficientemente su caso, por ejemplo, o allegándose información que él no pudo aportar.
No se puede decir que el derecho electoral sea una rama nueva, pues nació con la institución del sufragio universal y ya lleva por lo menos siglo y medio de existencia. Entre nosotros, empero, es sumamente nuevo y nosotros seguimos siendo unos bisoños en su desarrollo. Es un principio desarrollado por la filosofía del derecho y también por el derecho procesal que los jueces no deben limitarse a seguir la letra de la ley y decir el derecho de esa manera, sino que deben convertirse en todo caso en procuradores de justicia. La letra de la ley muchas veces, demasiadas, da lugar a la injusticia cuando no se sale de ella. Entonces se produce un daño en perjuicio de alguien que resulta correlativo de un beneficio indebido de otro.
En las elecciones locales para jefe delegacional de Miguel Hidalgo, efectuadas el pasado 5 de julio, se da un caso que es emblemático al respecto. Demetrio Sodi, candidato del PAN, antiguo tránsfuga del PRI protegido en el PRD por Cuauhtémoc Cárdenas, por mera casualidad, según se dice, en un partido de futbol fue entrevistado por un reportero de televisión durante un minuto entero en el que el candidato panista dijo que al llegar a la jefatura delegacional promovería el deporte y, en particular, el futbol. El PRD, el PT y Convergencia se inconformaron porque delataron un rebase en los gastos de su campaña. Lo hicieron ante la instancia adecuada, el Tribunal Electoral del DF. Los panistas lo hicieron, demandando la atracción, ante el Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación.
En un acto abusivo, el TEPJF determinó que sí, que el candidato panista hizo propaganda, pero que no se probaba que hubiera pagado por ello. O sea, que no había violado la ley y que su triunfo era legítimo. En la jerga del foro (el mundillo de los jueces y de los abogados) se diría que el caso estaba sub iudice, lo que quiere decir que un juzgador (el del DF) lo tenía bajo su análisis y pendiente de resolución. Como las resoluciones del tribunal federal son de última instancia (no se pueden recurrir), el caso quedó marcado desde ese momento. Yo esperé que el tribunal local doblara las manos y no tuviera más remedio que decidir en el sentido del federal. Pero no fue así, por fortuna.
Bajo ponencia del magistrado Adolfo Riva Palacio Neri, el tribunal local, por mayoría de tres de sus cinco integrantes resolvió en justicia y no sólo en atención a la letra de la ley. Aun con el antecedente de la resolución del TEPJF, se dice que sí, en efecto, que fue un acto de propaganda y, en cuanto tal, fuera de lo que resolvió el tribunal federal, debe ser cuantificable de acuerdo con la ley y con la misma Constitución. Se hizo del modo en que lo establece la ley. Sodi rebasó, con mucho, lo que permite la ley en sus gastos. La elección fue anulada en justicia.
Los argumentos son sencillos en extremo: el candidato panista usó de un tiempo útil en televisión, en demérito de sus oponentes, que no tuvieron el mismo beneficio. El federal dice que ello no prueba que el acto haya influido en la decisión de los electores. El local dice que sí, puesto que fueron millones de personas las que lo vieron y sería tonto afirmar que eso no influyó en su decisión, más si se trata de un público televidente aficionado al deporte. De nada valió que Ana Guevara fuera medallista olímpica y mundial. El que llegó a los hogares fue el panista y su beneficio causó una injusticia.
En sus votos particulares, los magistrados locales Miguel Covián y Armando Maitret sostienen puntos que van en defensa de la letra de la ley, pero en contra de la justicia electoral. El primero reprocha a la mayoría que se convierta en autoridad inquisitora
, vale decir, indagadora (cosa en la que no tiene razón, porque Riva Palacio no indaga, sólo reúne evidencias de las que parte en sus conclusiones). Ambos se fundan en la muy deleznable conclusión del federal de que Sodi sólo estaba haciendo uso de su derecho de expresión y de manifestación de sus ideas, cuando, lo dice el mismo tribunal, estaba haciendo propaganda. El tema está en el debate político nacional y también entre juristas: ¿desde cuándo el derecho a la libertad de expresión es base para cometer injusticias?
Intérprete riguroso de la ley como quiere ostentarse, el TEPJF no hace más que mostrarse como un cuerpo carente de sapiencia jurídica, además de que su función en la arena política es increíblemente irresponsable. Hay que ver el carácter del evento: era deportivo. La ley no permite hacer propaganda en tales eventos. En todo caso, los demás candidatos carecieron de esa ventaja y, si fue una donación de alguien, tampoco está permitida. Aprovechar la ocasión para hacer propaganda en un programa no contemplado por la ley para ese efecto, no sólo era violatorio de la misma ley, sino un acto generador de injusticia. Nada tiene que ver aquí la libertad de expresión, sino un agandalle vulgar que, en justicia, debe saberse de dónde provino. El tiempo no era gratuito. Alguien lo pagó, pero a los señores magistrados los tiene sin cuidado.