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Elisa Ramírez Además de heredar un conocimiento agrícola ancestral, que incluye la producción, conservación y preparación de alimentos, las culturas indígenas actuales de nuestro país – como cualquier cultura popular– incluye en su narrativa comida y alimentos, dándoles un lugar muy importante. Rara vez se deja de mencionar, para situar de inmediato en una escala social, natural o extraordinaria, lo que comen los personajes de una historia o un mito. En la esfera de los mitos, encontramos a los dioses de cuyo cuerpo nacen sustentos. El niño maíz se transforma en mata de maíz y, en algunas versiones, el chile y el jitomate brotan de su sangre. Los primeros creadores nunca son –en este contexto– ni ejemplares ni rebosantes de bondad, sino ambivalentes y plurales. Entre tepehuanos, coras y huicholes la tan traída y llevada Madre Tierra es también una vieja caprichosa y caníbal que come niños. Al ser derrotada, despeñada o quemada, de su cuerpo nacen diversos sustentos: los fragmentos son las plantas comestibles silvestres. Así, al desbarrancarse Nakawé, Nuestra Madre Sustento, se despedazó entre las piedras; donde fueron quedando sus manos, sus pies, sus cabellos, sus tripas, crecieron la jícama, el camote de monte, el maguey del ixtle y otros alimentos. Por eso, hasta la fecha, hay muchas cosas en el monte que se pueden comer. Los seres que no son divinos, pero tampoco humanos –nacidos de virgen, de huevo, encontrados en el monte– también tienen dietas distintas: Condoy, héroe mixe, como otros semejantes, crece vertiginosamente, es gigante, tiene fuerza descomunal y come comida por canastos. Así, los héroes culturales, al igual que gigantes, salvajos, sombrerones, caníbales y brujas comen de una manera especial, y sobresale su gusto por la carne cruda y la sangre. Pero a pesar del terror que infunden, son algo tontos. Este relato zoque describe a uno de ellos, cuya fisonomía es idéntica a la del novio de una de las protagonistas: CUENTO DEL SALVAJE Una vez dos señoritas estaban arrancando frijoles, pero les entró la tarde y como ya había entrado la tarde se quedaron a dormir en la casa que tenían en la montaña. Las dos eran solteras, una apenas comenzaba el noviazgo y como estaba muy triste, comenzó a llamar a su novio diciéndole: –Ven hermano, ven hermano, ven hermano. Tres veces lo llamó. Le dijo así porque las muchachas acostumbraban decirle hermano a sus novios. Apenas terminó de llamarlo la muchacha cuando escuchó tres gritos muy feos en un cerro alto y la otra le dijo: –Ese grito no es de tu hermano. Y la que lo estaba llamando decía que sí era el grito de su hermano. Pero no era su hermano, sino un salvaje. Tres veces respondió el salvaje diciendo: –Jüpa, jüpa, jüpa. Por fi n llegó a la casa donde estaban las muchachas; como ellas ya habían preparado tamalitos de frijol ti erno le dieron para que comiera, él no los quería comer. La otra muchacha comenzó a darse cuenta de que no era el novio de su compañera. Después se dedicó a comer tamales pero de un sólo bocado: comía los tamales enteros. Se terminó la comida y hasta se comió el canasto de torti llas y la olla. Empezó a darse cuenta por eso que no era el novio de su compañera, sino un salvaje transformado, igual al novio. Le dijo a su hermana: –Mira cómo está comiendo, se está tragando los tamalitos enteros. Tu novio no come así. Pero la otra no hizo caso a lo que le decía. El salvaje le pidió que le buscara piojos y lo empezó a espulgar. No tenía piojos, sino gusanos. Entró la noche y se fueron a dormir. La muchacha subió al tapanco para dormir con el salvaje y la otra se quedó en el suelo. La muchacha que estaba en el suelo escuchó que bajaba sangre, como agua o como si alguien estuviera orinando, y al gran salvaje que decía: –Qué sabrosa es la ubre, qué sabrosa es la ubre. Al escuchar al salvaje la muchacha salió huyendo. Recomendó a todas las cosas que no la acusaran: a la piedra, la silla y se meti ó debajo de las cáscaras del frijol, después de decirles: –Me voy a meter aquí, no dejen que me toque porque si no, me come. El salvaje terminó de comer a la muchacha de arriba y llegó olfateando. Las cosas le contestaban: “aquí nomás pasó”. Y seguía: “aquí nomás pasó”. Llegó adonde estaban las cáscaras de frijol para comerse a la otra, pero las cáscaras de frijol no permiti eron que la tocara. Las cáscaras respondieron diciendo: –A nosotras no nos puede tocar; donde nos pusieron, allí tenemos que quedarnos todo el ti empo. No nos venga a molestar entonces, váyase a su encanto, salvaje. Mientras discutí an llegó la madrugada y empezó a cantar el gallo. –Muy bien, me reti ro de aquí –dijo el salvaje. La muchacha vio que se reti ró el salvaje y salió de entre las cáscaras de frijol y se fue caminando a su casa, para contarles a los vecinos que el salvaje se había comido a su hermana. Con la aparición del fuego –que viene al mundo antes que el sol y la luna y que el maíz– los hombres adquieren su verdadero carácter humano al poder comer alimentos cocidos. Algunos de los primeros hombres se niegan a hacerlo y por eso se vuelven animales –los mapaches fueron hombres, tienen cinco dedos y comen elotes crudos hasta ahora. También transgreden las taxonomías clásicas las perritas negras que torteaban para el único sobreviviente del diluvio quien, extrañado, encontraba tortillas recién hechas al volver a su casa. Al descubrir que las cocineras son las perritas, que se volvían mujeres al despojarse de su piel, echa sus pieles al fuego –en otras versiones pone sal a los cueros para que la mujer no vuelva a meterse en ellas– y así vuelve a poblarse el mundo, de estas perritas que el fuego y la comida humanizan. Cuando nacen el sol y la luna, también se definen algunos seres. Los niños que se convertirán en sol y luna, se enteran de que no son hijos de su madre –con frecuencia también ellos nacieron de huevos– y que la mujer tiene un amante: el venado. Indignados, lo matan, rellenan su cuero de avispas y animales que pican y dan de comer a la presunta madre la carne del venado. La mujer escucha hablar al caldo, o bien algún animal del camino se burla de ella: “Te comiste a tu marido”. Además de marcar para siempre al chismoso animal, que es pateado, o maldecido, o deja de hablar y repite solamente esa monótona información cuando se trata de un ave, comienza la persecución que ha de terminar cuando los niños suben al cielo. El hombre, según los más antiguos textos, fue hecho de maíz y los dioses eligen este producto como el alimento humano por excelencia. Antes de que llegara al mundo el maíz, los seres humanos pasaban muchas penurias. Al principio del mundo no había maíz; solamente existía un solo grano. Había un hombre en el pueblo que lo ataba a un hilo de ixtle y lo dejaba bajar por la garganta hasta llegar al estómago, esto era para engañar a su estómago, después le jalaba otra vez por arriba. El maíz fue robado, extraído del inframundo o es también un niño. Y este niño, que vive y es criado por caníbales, debe escapar con engaños, haciendo que la madre coma a su esposo, como en el caso del mito anterior. Hay alimentos que se salvan del diluvio: el maíz, el frijol, la calabaza. Hay otros más –el reino de la narrativa acepta toda clase de mestizajes– que nacen de peripecias o accidentes ocurridos a la Virgen María y Jesús, cuando huyen de los judíos. Así, para esconderlos, las milpas y los plantíos crecen apresuradamente; de las costras de Cristo, al caer al agua, nacen pececitos de agua dulce, de sus uñas y sangre brotan sustentos; o al reventarse el collar de la virgen brotan de las cuentas frijoles colorados. Como en todos lados, hay comidas que nunca se acaban, tortillitas o panes pequeños que no pueden terminarse, jícaras de pozol que nunca se vacían, tecomates mágicos que siempre tienen tortillas recién hechas dentro y mesas que con sólo pedírseles se llenan de ricos manjares. La opulencia, en los cuentos, siempre comienza por la mesa cubierta de ricos guisos y las desgracias siempre son producto de la torpeza de aprendices o tontos que equivocan los rituales: antes, el maíz rendía mucho, pero una muchacha lo tira, porque la codorniz se espanta. O los ayudantes que llegan a casa del rayo echan más maíz y frijol del deseado a la olla, que se desborda. Se estropea así, para siempre, aquel equilibrio idílico donde el sustento y el hambre eran idénticos. Las adúlteras de la narrativa chiapaneca son castigadas de una manera rotunda, como la vieja esposa del venado: el marido, avisado por el dueño del monte o algún animal de que es “Sancho”, regresa a su casa de improviso. El amante, que orina a través del carrizo de la casa es emasculado y su miembro se le da de comer a la mujer, sin que ella lo sepa, y muere de hinchazón e indigestión al consumir tan apetecible sustento. En el inframundo, normas, gustos, usos y costumbres son inversos a los nuestras: allá la comida es inmunda. Los frijoles son moscas o garrapatas, el pozol es pus, el chile tlaconetes y así sucesivamente. Pestilencia, gusanera, carroña son la comida de aquel sitio. Otras veces es riquísima y desconocida pero, como todos los tesoros del inframundo, se vuelve hojarasca, polvo, carbón o excremento cuando los toca la luz del sol. Gran cantidad de cuentos europeos se narran cotidianamente en decenas de lenguas indígenas en México. Las pruebas y obstáculos a los héroes de las historias, muy frecuentemente son comer mucho, comer poco, tener fe en que un pequeño trozo alcanzará, repartir equitativamente entre los animales la comida. Las comidas de los cuentos originales se sustituyen por otras conocidas, así como aquello que produce repulsión. El negro o gigante de una versión de Pedro de Urdemalas orina el caldo al contarse en huave; las mujeres de los diablos se secan los sobacos con la masa para salarla en tének, ¡bueno! Los dioses beben agua de las lagunas sagradas, las almas de los difuntos comen aromas en los altares, los santos comen luz de vela y copal, los rayos se alimentan de rayos y encinos. Cada cual come lo que le corresponde –la narrativa no desprecia ningún sustento y, con una simple referencia, hace visible todo aquello que la voz evoca en las noches junto al fuego, noches de aquéllas cuando no había Canal de las Estrellas para entretener a la concurrencia, de las que ya no son sino el alimento de los antropólogos, los tradicionalistas y los nostálgicos aferrados.
José Peguero A la memoria de José Benítez Muro En la historia del absurdo no existe algo parecido. Es como un juego de niños que a la caza de fantasías vigilan la entrada de una cucaracha a su cueva y descubren las maravillas de la vida en ese encuentro y pueden parecer personajes descritos por William Saroyan, aquel extraordinario narrador, cuya lectura compartía con uno solo de mis amigos: Mario Santiago. Pero existen a pesar de que pasan desapercibidos por los miles de comensales de hormigas que pululan en estos días y que en mi caso se remonta, como casi todo, a la infancia donde se contaban estas historias, allá por 1960. Era una epopeya la descripción, a la hora de comer un taco de escamoles, de cómo se habían atrapado y las dificultades que enfrentaron para lograrlo, y todos felices y muertos de la risa ya que en otra salida de cacería no habían conseguido nada y habían tenido que remover rocas bastante grandes y entre todos, un grupo de ocho, no habían traído sino una latita de sardinas llena de escamoles. Este era uno de los manjares en un pueblo situado a cien kilómetros de la capital y donde la mejor manera para llegar era por tren, pues si lo hacías por la carretera llegabas con los riñones deshechos. Se vivía de lo que se cultivaba, maíz, chile y quelites y algunas verduras cuando había lluvia. El agua para todo el pueblo era la que surtía una sola llave y provenía de un manantial situado en el pueblo vecino de San Agustín, a diez kilómetros. Había otros insectos y animalitos que nos comíamos como los chinicuiles, que salen cuando hay tormenta y es entonces que aparece la gente con su cubeta a recogerlos y después al lado del comal a comerlos crudos o asados. Bromeábamos con los amigos de la capital con la idea de que al comerlos se escapan de la boca y tienes que volverlos a meter. Esa es la idea que se tiene de los habitantes de El Mezquital, unos salvajes comedores de insectos y alimañas, muy alejada en verdad de lo que realmente son: unos comedores de ratas. Sí, basta ver el festival gastronómico anual de Santiago de Anaya para salir con la idea de la demencia que vive el pueblo otomí pero con qué orgullo te invitan a saborear un xamue. Después de muchos años acompañé a un grupo de cazadores de hormiga, como los de antes, a una expedición y partimos desde la madrugada, recorrimos varios pueblos y hacíamos algunas paradas para observar la huella que sólo ellos distinguían. Así llegamos cerca de San Miguel de Allende, en Guanajuato, y nos dirigimos hacia unos cerros llenos de huizaches; la alegría se dibujó en sus rostros e inmediatamente se dispusieron a observar el suelo en busca de una huella diminuta. Dieron vuelta alrededor de varios arbustos y escogieron uno más o menos grande en relación con los que había en el lugar, el sol era inclemente a esa hora, como las nueve de la mañana, sacaron picos y palas y escarbaron durante un par de horas y cada cierto tiempo se alegraban más y más, la destrucción del huizache cada vez era más notable. En esas estábamos cuando se acercó un anciano a quien ya no se le veía la cara por el sol que estaba justo sobre la cabeza y nos preguntó que qué hacíamos, yo le contesté que buscando hormigas y él dijo que para qué; pues para comérnoslas, le dije y a su vez yo le pregunté que si ahí no se las comían, pues qué comían entonces, y él me dijo que no, que ahí sólo comían larva de abejas y nos deseó suerte y se marchó. La cacería continuó por un par de horas más hasta que los huizaches terminaron en el piso y la cara larga de mis amigos cazadores también aparentemente, pero no se desanimaron y como si siguieran las indicaciones del final del poema Canto a mí mismo, de Walt Whitman, siguieron buscando las diminutas huellas hasta que hallaron otras y continuaron escarbando. Al caer la tarde habían logrado llenar una lata de sardinas de huevecillos y volvimos. Realmente es un manjar digno de diosas. He aquí el fragmento del poema, que bien pudo ser escrito por una hormiga: Si no me encuentras en seguida, / no te desanimes; / si no estoy en aquel sitio, / búscame en otro. / Te espero…, / en algún sitio estoy esperándote. Liometopum apiculatum |